UNA REFLEXIÓN NECESARIA
ALFREDO VILLEGAS ORTEGA [1]
16 de Noviembre de 2011
De manera inédita en nuestra historia, la educación nacional está sujeta al escrutinio social. En ello influyen los magros resultados obtenidos en las pruebas internacionales que, al exponerse en la vitrina mediática, incitan, más que a la solución, a un linchamiento social de sus principales actores: los maestros. ¿Por qué? Porque si de algo adolecen los medios informativos es de la capacidad de análisis. Es más fácil atacar el flanco más expuesto y mostrarlo como el responsable de todos los males educativos y, casi por añadidura, de todos nuestros males en general, pues si –en esa lógica- no hemos sido bien educados por unos maestros mal preparados e irresponsables socialmente, de seguro ello explicará, sin más, muchas de nuestras carencias, crisis, injusticias, revueltas, descomposición social, inequidad y un largo etcétera.
Una escuela que no promueve cambios es una escuela que debe ser, en efecto, severamente cuestionada. Pero una política de Estado que no proporciona los elementos mínimos para el cumplimiento de las tareas educativas, no sólo debe ser cuestionada sino atacada y relevada por otra en la que se incluyan no sólo las voces que se desgarran y señalan, sino, sobre todo, las voces calificadas, hasta hoy, la mayor parte de las veces, marginadas y expuestas como desestabilizadoras. Hay que revisar un poco la historia, para darse cuenta de que los grupos de poder se amparan en la mediatización de las conciencias y que para ello cuentan con instrumentos y personajes muy eficaces que se encargan de reproducir una serie de lugares comunes y verdades a medias que confunden, desorientan y, sobre todo, eximen de la responsabilidad a los principales culpables del desastre nacional. Porque antes de hablar de un desastre educativo –que en efecto existe, aunque falta mucho para deslindar, con toda justicia, las responsabilidades, y no cargarle el muerto a uno de sus actores por muy evidente que parezca-, hay que hablar de una política de Estado, en todos los aspectos, fallida, corta de visión, entregada a los medios y secuestrada por grupos sindicales y empresariales que cobran facturas electorales y cogobiernan, con los resultados que todos padecemos y conocemos.
Ahora bien, ¿qué es lo que se debe esperar de la escuela, del hecho educativo, más allá de las limitaciones y las carencias con las que tiene que desempeñarse? Siguiendo a Adela Cortina (1996) [2] y su ética de mínimos (justicia, equidad, igualdad) y máximos (felicidad), donde la gente, realmente, puede elegir libremente y buscar su felicidad, como quiera concebirla, sólo cuando el horizonte social despliega una plataforma común que no hace distinciones, ni filtra, ni excluye; en esa dirección, ¿cuáles serían los mínimos y máximos en el ámbito escolar?
Es decir, ¿cómo darle cabida a una búsqueda de sentidos que no empiecen por la transmisión de conocimientos, sino por la instalación virtuosa de una plataforma común donde se expresen, vivan y tengan sentido la justicia, la tolerancia, la equidad y la igualdad?
Sólo si los integrantes de cualquier comunidad educativa pueden realizar su labor con esos mínimos, se podrá aspirar a cuestiones aún más profundas como la felicidad, mucho más difícil de encuadrar y que, necesariamente, pasa por las diversas concepciones personales. Sólo con esos mínimos tendrá sentido hablar de programas, reformas, proyectos, métodos, propósitos, objetivos, fines. Sólo con esa base, la calidad educativa y demás eufemismos tendrán algún valor. ¿Qué calidad educativa se le puede exigir a una escuela que no cuenta con esos mínimos, ni con otros de orden económico? ¿Con niños mal alimentados? ¿Con entornos devorados por la delincuencia y la descomposición social? Por favor.
Una escuela que promueva la exclusión y la discriminación por cuestiones étnicas, sociales, económicas, ideológicas o de cualquier otra índole, será, en el mejor de los casos, un recinto en el que se producen o transmiten conocimientos, pero no una institución promotora de la integración y la transformación que toda sociedad requiere.
Muchas veces la instalación de esos mínimos está al alcance de los docentes. Se requiere que el docente, simplemente, ame su profesión, entienda los verdaderos propósitos de la educación (no necesariamente los consignados en las políticas educativas vigentes), no sobra decirlo: los que ven en los estudiantes a seres humanos antes que alumnos; los que promueven en los niños y jóvenes el juicio, el análisis y la crítica, antes que la memorización, la sumisión y la aprehensión sin contexto ni horizonte de contenidos, datos, fechas. Todo ello es muy importante, claro, pero siempre y cuando no constituyan, en sí mismos, el conocimiento, el fin último de la educación.
Hay propósitos educativos que no pueden cancelarse, que no deben olvidarse. Un buen maestro, una verdadera profesora, sabrán que dichos propósitos están por encima de cualquier ordenamiento técnico, máxime cuando éste no corresponda con los ideales nacionales de siempre y que no hemos podido consagrar: Los que ven la educación como una plataforma de cambio; los que promueven la libertad de pensamiento; los que se dirigen a la construcción de tejidos sociales solidarios; los que se apoyan en teorías comprobadas y no dan cabida a dogmas paralizantes; los que insisten en la promoción de virtudes asequibles, necesarias y confortantes para todos, sin distinción. Si sólo hiciéramos caso del artículo 3º, al menos, sabríamos qué hacer con la implementación de reformas, programas y demás elementos que pueden ser de gran utilidad pero que no constituyen la sustancia educativa.
Es claro que los esfuerzos de los profesores, no resuelven problemas que están fuera. Nuestra sociedad discrimina, excluye. Nuestra sociedad no tiene plataformas iguales para exigencias iguales. Nuestra sociedad premia al corrupto no al honesto. Nuestra sociedad, hoy, es más nubarrones que sanas expectativas. Son problemas de carácter estructural, sí. Pero algo podemos empezar a hacer para cambiar de sentido la rueda de nuestra propia historia.
Muchos esfuerzos, por cierto, se han hecho siempre, y se siguen haciendo por miles de maestros honestos y comprometidos en la búsqueda de una mejor sociedad. Habrá que sintonizar nuestros esfuerzos. Habrá que recuperar los espacios. Habrá que reconvertir los sentidos. Habrá que, incluso, olvidarnos de los que mal hemos aprehendido, de lo que no funciona y empezar, si es preciso, de cero pero con horizontes más claros.
Parte de la sociedad nos culpa, no siempre con razón. Asumamos la parte que nos corresponde, pero, sobre todo, tengamos el valor de evidenciar a los falsos mesías que difunden y promueven verdades a medias o sofismas que parecen muy claros y que sólo engatusan al buen juicio. Nuestro país requiere profundas transformaciones. Es mucho lo que está en juego en el 2012 venidero. Ojalá y la conciencia ciudadana sea más solvente y se resista a la mercadotecnia que vende imágenes y no muestra ideas. Ojalá y podamos hacer de nuestro voto una llamada al cambio para que nuestros niños y jóvenes crezcan en una sociedad más justa y lleguen a la escuela en las mejores condiciones y oportunidades. Así, nuestra responsabilidad será ineludible. Tendremos que hacer de los recintos escolares, siempre, lugares donde la virtud promovida abra, gradualmente, mejores ventanas vitales a los seres humanos que por ellos transiten. Antes, a pesar de todo, o justamente por ello, tendremos que ser tenaces, prepararnos y brindarnos de la mejor manera. Los gobiernos de la reacción quisieran acabar con la educación pública, defendámosla aun en el estado desproporcionado de fuerzas existente. Nos asiste la razón. No somos una nación justa; hay que hacer muchas tareas como ciudadanos, afuera; otras, son adentro, también ciudadanas, pero inherentes a los maestros: sembremos las semillas de virtud y cambio, tarde o temprano germinarán. Ya ha ocurrido en otros tiempos.