por JOSÉ ARTURO COCA SALINAS [1]
Tenía ochenta y cinco años y caminaba por las caóticas calles de la ciudad, los ciudadanos tanto los motorizados como los de a pie, al menos los que reparaban en él lo veían con indiferencia, para la mayoría pasaba inadvertido.
Un cafre-junior por un decímetro lo atropella, no sabía que el Señor a sus ángeles mandó cerca de él, que lo guardan en todos sus caminos, dijera el salmista. Don Luis no se quejaba, era hombre íntegro, hay personas por mucho menores quejándose de cansancio sin trabajar, otros con pereza mental sin hacer ni deshacer.
Éste día, miércoles seis de junio cumplía las ochenta y cinco primaveras, su hija Lupe le tenía preparada la canasta de mimbre con la colación variada de chicles, chocolates, cacahuates, gomitas, cigarros, paletas, etc. Ellos no celebraban los cumpleaños, era un día común y corriente como todos. Las vecinas chismorreaban en los lavaderos:
--Ésta Lupe no tiene madre, como manda a trabajar a Don Luis.
--Mire usté nada más ya ni la jode.
Éstas y otra sarta de retahílas cuchucheaban cuando Don Luis salía, no sabían de la motivación y disposición del señor para caminar, vender y mirar a la gente; era su vida, lo que lo mantenía con fuerzas y ganas de seguir en el mundo. Su hija lo comentaba con su esposo, sus hijos y hasta con sus nietos, aparte, Don Luis le había dicho no quería ser una carga. Lupe les decía entre otras cosas:
--Mi papá no quiere quedarse en la casa y hace bien, tal vez ya se me hubiera muerto de tiricia.
Todavía, una vez por semana cuando le toca esta ruta--él determinó su itinerario--le compro cacahuates y gomitas y le doy una buena propina, por su entereza y ahínco, se lo merece. El a la vez, generoso les da a sus bisnietos su domingo.
[1] Para mis exdirectores: José Ramón, Hugo, Juan Gerardo y Agustín. 6 de octubre de 2011