LO ÉTICO, LO ESTÉTICO Y LO PATÉTICO EN LA ESCUELA...[1]
Alfredo
Villegas Ortega [2]
Desde
1999, la enseñanza de la ética tiene un lugar en los programas de educación
secundaria. La Formación Cívica y Ética significó un aire renovador e
interesante ante los tradicionales programas de civismo y educación cívica con
los que fuimos educados varias generaciones. El aire renovador no cumplió, a
cabalidad sus expectativas, aunque es cierto que algo ayudó para modificar la
concepción de ciudadanos estándares, ejemplares y responsables que se formaban
bajo el paradigma de la educación cívica o el civismo. ¿Por qué afirmó que
‘algo ayudó’, cuando debiera ser, para muchos, un ideal alcanzable, la
formación de ciudadanos responsables? Porque se confundía la educación
ciudadana con la adopción de cánones de conducta, en ocasiones, muy
cuestionables. Se pensaba, aún hoy se sigue haciendo, que un buen estudiante de
secundaria debe obedecer, formarse, cortarse el pelo, traer el uniforme,
cumplir con sus tareas, llegar temprano, saberse los artículos básicos de la
Constitución, aprenderse los Derechos Humanos…Muy bien, ¿a partir de qué o de
quién? ¿Qué determina que el mero acatamiento de disposiciones unilaterales,
—por buenas que resultaran algunas de ellas— o el simple aprendizaje de
contenidos —también, por muy interesantes que sean—sirve para promover futuros
ciudadanos, capaces de integrarse a la sociedad y tomar decisiones personales y
colectivas que pueden ser cruciales para el desarrollo de ambas esferas?
La
incorporación de la dimensión ética, tenía (no lo ha logrado; se ha ahogado en
la inercia institucional de las escuelas secundarias y, a veces, en la
incompetencia para traducir sus verdaderos alcances) como propósito rescatar al
ser humano, al individuo y ponerlo, al menos, a la par del ciudadano. Un
ciudadano funciona, se integra, respeta, promueve y, en ocasiones, es parte de
la transformación necesaria de la sociedad. Pero un individuo, o más, un ser
humano —categoría superior a la de ciudadano— antes de adquirir cualquier carta
de identidad, es un ser que siente y proyecta sueños; tiene una dignidad
inalienable, única; piensa, cuestiona su propio ser y luego, sí, se integra
socialmente.
La
dimensión ética supone un horizonte moral de actuación. No puede quedar en
contenidos éticos e incluso en meras reflexiones. La verdadera educación ética
busca un cambio en la formación moral, acaso la suprema búsqueda de la
verdadera condición humana. Somos humanos porque razonamos, porque vivimos en
sociedad, porque somos animales políticos, porque poseemos lenguaje, porque
reímos, porque tenemos noción de pasado, presente y futuro, porque
transformamos nuestro entorno natural….Sí, pero ante todo, somos humanos porque
somos morales, porque tenemos concepciones del bien y del mal, porque nos
responsabilizamos de nuestros actos. Responsabilidad es responder por nuestros
actos. Responsabilidad es una condición moral inaplazable, tan necesaria como
la libertad que la hace posible. Un ser responde por sus actos que ha hecho de
manera libre. Esa libertad, pues, muchas veces desplazada del espacio áulico es
inherente, antes que al ciudadano, al ser humano. Debemos enseñar a vivir en
libertad a nuestros jóvenes y a responder por sus actos. Antes que coerciones o
castigos, debe haber acuerdos, pensamientos, reflexiones, deliberaciones,
compromisos mutuos que se traduzcan en actos congruentes de maestros y sus
alumnos. Sólo podemos exigirle responsabilidad a quien puede actuar en
libertad. El acto moral se mueve, pues, entre esa libertad para actuar y esa
responsabilidad para asumir las consecuencias o alcances de los actos. Los
demás valores: Justicia, equidad, tolerancia, solidaridad, igualdad… se
inscriben en la moral o en la reflexión ética de los actos, a partir de esas
dos condiciones necesarias para validarlos. Lo bueno o lo malo no son
dictámenes de una sociedad mayor o ilustrada. El acto moral ha de ser producto
de una verdadera dialéctica de sentidos, compromisos y acciones cotidianas en
el aula. Lo demás es imponer una visión del mundo. La educación en valores,
como tal, puede convertirse en una verdadera alienación de las conciencias, lo
que puede dar lugar a seres acríticos, dóciles, obedientes. Si la educación
cívica tuvo sus tentaciones castrenses al imponer códigos disciplinarios
indisputables, la educación en valores, como parte de la formación ética, no puede
castrar al individuo de su libertad. No se puede educar en valores con una
tentación evangélica: “Haz el bien y no cuestiones. Esto es lo bueno. Aquello
es lo malo”. Educar en valores es educar a pensar el mundo, a pensar el propio
ser, a pensar en el otro. Es educar para integrarse y funcionar, sí, pero
también es educar para la vida, para sentirla, para cuestionarla, para
defenderla, para transformarla si es necesario.