Plutarco [1]
Agis
y Cleomenes (Esparta) Tiberio y Cayo (Gayo) Graco (Roma)
Segunda
parte
I. Habiendo
referido ya la primera historia, nos quedan que ver no menores infortunios en
la pareja romana, contraponiendo las vidas de Tiberio y Gayo. Eran hijos de
Tiberio Graco, que, con haber sido censor de los romanos, cónsul dos veces y
habiendo obtenido dos triunfos, todavía fue mayor la dignidad que debió a su
virtud. Fue, por tanto, merecedor de tomar en matrimonio a Cornelia, hija de
Escipión, el que venció a Aníbal, después de la muerte de éste, aunque no había
sido su amigo, sino más bien de otro partido en el gobierno. Dícese que cogió
una vez una pareja de dragones sobre su lecho, y que, habiendo examinado los
agoreros este portento, no dejaron que se diera muerte a los dos, ni que los
dos quedaran, sino que se eligiera uno, en la inteligencia de que, si se mataba
el macho, esto anunciaba la muerte a Tiberio, y si la hembra, a Cornelia; y,
finalmente, que amando mucho Tiberio a su mujer, y juzgando que era más
conveniente morir él el primero, por tener más edad, pues Cornelia era todavía
joven, mató de las serpientes el macho y dejó la hembra; y después, al cabo de
poco tiempo, murió, dejando doce hijos tenidos en Cornelia. Encargada ésta de
los hijos y de la casa, se mostró tan prudente, tan amante de sus hijos y tan
magnánima, que entendieron todos no haber andado errado Tiberio en anteponer su
muerte a la de semejante mujer, la cual no admitió el matrimonio del rey
Tolomeo, que partía con ella la diadema y la pedía por mujer, y permaneciendo
viuda, perdió todos los demás hijos, a excepción de una hija, que casó con
Escipión el Menor, y los dos hijos Tiberio y Gayo, cuya vida escribimos; a los
que dio tan esmerada crianza, que con ser, a confesión de todos, los de mejor
índole entre los romanos, aun parece que se debió más su virtud a la educación
que a la Naturaleza.
Pues
que en la semejanza de los Dióscuros, en sus imágenes pintadas o esculpidas se
nota alguna diferencia que indica ora lo luchador, ora lo corredor de caballos,
y de la misma manera en el grande aire que se dan estos jóvenes en el valor y
modestia, en la liberalidad, en la elocuencia y en la elevación de ánimo,
todavía salen y se notan en sus hechos y manera de gobiernos grandes
desemejanzas; me parece que no será fuera de propósito que preceda su
explicación. En primer lugar, en las facciones del rostro, en el mirar y en los
movimientos, Tiberio era dulce y reposado, y Gayo fogoso y vehemente: tanto,
que para hablar en público el uno permanecía sosegado en el mismo sitio, y el
otro fue el primero de los Romanos que empezó a dar pasos en la tribuna y a
desprenderse la toga del hombro, al modo que se refiere de Cleón el Ateniense
haber sido el primero de aquellos oradores que se desprendía el manto y se
golpeaba el muslo. En segundo lugar, el estilo de Gayo era acalorado y cargado
de afectos, con tendencia a lo terrible, y el de Tiberio más dulce y más propio
para mover a la compasión. En la dicción, el de éste era puro y trabajado con
estudio; el de Cayo, persuasivo y florido. Del mismo modo, en cuanto al orden
de vida y a la mesa, Tiberio parco y sencillo, y Gayo, si se le comparaba con
los demás, sobrio y austero; pero mirada la diferencia con el hermano, lujoso y
delicado; así es que Druso le afeó el haber comprado unas mesas délficas de
plata, que le costaron a razón de mil doscientas cincuenta dracmas la libra. En
sus costumbres, con relación a la diferencia del estilo, el uno era afable y
benigno y el otro pronto e iracundo: de manera que, hablando en público, se
dejaba muchas veces arrebatar de la ira contra su mismo propósito, con lo que
se levantaba la voz, prorrumpía en dicterios y desordenaba el discurso; y por
lo tanto, para reparo de este acaloramiento, tenía cerca de sí a su esclavo
Licinio, que no carecía de talento, el cual, puesto a su espalda con el
instrumento que sirve para dar los tonos, cuando advertía que precipitaba y
cortaba la pronunciación por el demasiado ardimiento, le daba un tono bajo y suave,
y en oyéndole, inmediatamente volvía sobre sí, templaba el calor de los
afectos, y bajaba la voz con la mayor docilidad.
II.
Estas eran las diferencias que entre ellos
había; pero la fortaleza contra los enemigos, la justicia con los súbditos, la
actividad en los cargos y la continencia en los placeres era en ambos una
misma. En cuanto a la edad, Tiberio tenía nueve años más y esto hizo que
ejerciesen autoridad en distintos tiempos, lo que no fue de pequeño perjuicio
para sus empresas, por no haber florecido a un tiempo ni podido reunir sus
fuerzas, que juntas las de ambos hubieran sido grandes e insuperables.
Hablaremos, pues, separadamente de cada uno, y primero del de más edad.
III.
Éste, pues, apenas salió de la puericia tuvo ya
tanto nombre, que al punto se le reputó digno del sacerdocio llamado de los
Augures, más bien por su virtud que por su ilustre origen. Manifestólo así Apio
Claudio, varón consular y censorio, primero por su dignidad entre los senadores
de Roma, y muy aventajado en prudencia a los de su edad, porque, comiendo
juntos los agoreros, habló y saludó con singular cariño a Tiberio, y él mismo
lo pidió para esposo de su hija; y habiéndole él otorgado con la mejor voluntad,
hechos en esta forma los esponsales, al entrar Apio en su casa empezó desde la
puerta a llamar a su mujer y a decirle en voz alta: “Antistia, he dado esposo a
Claudia”; y admirada aquella: “¿Qué prisa o qué precipitación es esa- le
respondiócomo no sea Tiberio el marido que le has proporcionado?” Bien sé que
algunos refieren esto al padre de los Gracos, Tiberio, y a Escipión el
Africano, pero los más son de nuestro sentir, y Polibio dice que después de la
muerte de Escipión el Africano sus deudos prefirieron entre todos a Tiberio
para darle en matrimonio a Cornelia, significando con esto que el padre la
había dejado sin desposar ni prometer. Militó el joven Tiberio en África con
Escipión el Menor, que estaba casado con su hermana; y viviendo en una misma
tienda con el general, al punto comprendió su índole, que daba grandes y
continuos ejemplos de virtud, dignos
de que todos los emulasen e imitasen. Bien presto, pues, se aventajó a todos
los jóvenes en disciplina y en valor, y fue el primero que trepó al muro
enemigo, como lo escribe Fanio, diciendo que él también subió con Tiberio y
participó de aquel prez de valor. Así, mientras estuvo presente, tuvo el amor
de los soldados, y después de haber partido del ejército fue muy sentida su
ausencia.
IV. Nombrado cuestor
después de aquella guerra, cúpole en suerte militar contra los de Numancia con
el Cónsul Cayo Mancino, varón no vituperable, pero el general más desgraciado
de todos los Romanos; por lo tanto, resplandeció más en acontecimientos tan
extraños de fortuna y en semejantes adversidades no sólo la puntualidad y valor
de Tiberio, sino lo que es de admirar, su veneración y respeto hacia el
caudillo, cuando él mismo, oprimido de tantos males, hasta de que era general
se había olvidado. Porque vencido en grandes y continuados combates, intentó
retirarse de noche, abandonando el campamento; pero habiéndolo percibido los
Numantinos, tomaron éste inmediatamente, cayeron sobre los fugitivos, dieron
muerte a los que alcanzaron, y envolvieron por fin todo el ejército,
impeliéndole hacia lugares ásperos, de los que no había salida; por lo que,
desesperado Mancino de todo buen término, hizo publicar que trataría con ellos
de conciertos de paz; pero respondieron que no se fiarían sino de sólo Tiberio,
proponiendo que fuera éste el que se les enviara. Movíanse a ello ya por el
mismo joven, a causa de la fama que de él había en el ejército, y ya también
acordándose de su padre Tiberio, que haciendo la guerra a los españoles, y
habiendo vencido a muchas gentes, asentó paz con los Numantinos, y confirmada
por el pueblo, la guardó siempre con rectitud y justicia. Enviado, pues,
Tiberio, entró con ellos en pláticas, y ora haciendo recibir unas condiciones,
ora cediendo en otras, concluyó un tratado por el que salvó notoriamente a
veinte mil ciudadanos Romanos, sin contar los esclavos ni la demás turba que no
entra en formación.
VI
Cuanto quedó en el campamento lo tomaron o destruyeron los Numantinos. Había
entre estos despojos unas tablas pertenecientes a Tiberio, que contenían las
cuentas de su cuestura, y que en gran manera deseaba recobrar, por lo cual,
retirado ya el ejército, volvió a la ciudad con tres o cuatro de sus amigos.
Llamando, pues, a los magistrados de los Numantinos, les rogó que le entregaran
las tablas, para no dar a sus contrarios ocasión de calumniarle por no tener
con qué defenderse acerca de su administración.
Alegráronse
los Numantinos con la feliz casualidad de poder servirle, y le rogaban que
entrase en la población, y como se parase un poco para deliberar, acercándose a
él, le cogían del brazo, repitiendo las instancias y suplicándole que no los
mirara ya como enemigos, sino que como amigos se fiara y valiera de ellos.
Resolvióse, por fin, a hacerlo así, deseoso de recobrar las tablas, y temeroso
de que entendieran los Numantinos que tenía desconfianza; y entrando en la
ciudad, le convidaron a comer, interponiendo toda especie de ruegos para que
comiera alguna cosa sentado con ellos, Restituyéronle después las tablas, y le
propusieron que de lo demás del botín tomara lo que gustase; mas no tomó otra
cosa que un poco de incienso, porque usaba de él para los sacrificios públicos,
y con esto se retiró, saludándolos y despidiéndose con demostraciones de
afecto.
VII. Luego que
volvió a Roma, aquel tratado se miró como ofensivo e ignominioso a la
república, y fue por lo tanto puesto en examen y objeto de acusación; pero los
deudos y amigos de los soldados, que eran una gran parte del pueblo, poniéndose
alrededor de Tiberio, imputaron al general todo lo que el suceso había tenido
de afrentoso, y atestiguaron que por él se habían salvado tantos ciudadanos. En
tanto, los que atacaban el tratado decían que en aquel caso debían los Romanos
imitar a sus antepasados; porque también éstos a los cónsules que se dieron por
contentos con recibir libertad de los Samnites los arrojaron desnudos en manos
de los enemigos, y a cuantos intervinieron
y tuvieron parte en los tratados, como los cuestores y comandantes, igualmente
los entregaron; haciendo que recayera sobre éstos el perjurio y el
quebrantamiento de los pactos; pero aquí fue donde principalmente se vio el
interés y amor con que el pueblo miraba a Tiberio; porque decretaron que el
cónsul, desnudo y atado, fuese entregado a los Numantinos, y a todos los demás
los trataron con indulgencia, a causa de Tiberio. Parece que contribuyó también
a ello Escipión, que era entonces el principal y de mayor poder entre los
Romanos; sin embargo, no faltaba quien le culpase de no haber salvado a Mancino
ni procurado que se guardara a los Numantinos un tratado hecho por su deudo y
amigo Tiberio. Bien es que esta acusación, a lo que parece, se debió en gran
parte al amor propio de Tiberio, un poco ofendido, y a las conversaciones con
que los amigos de éste y algunos sofistas le acaloraban; pero al cabo esta
ligera desazón no tuvo consecuencia ninguna triste o desagradable. En lo que
para mí no cabe duda es en que Tiberio no se habría visto en las adversidades
que le sobrevinieron, si a sus operaciones de gobierno hubiera estado presente
Escipión el Africano; pero ahora, cuando éste se hallaba ya en España, ocupado
en la guerra de Numancia, fue cuando se dedicó a promover el establecimiento de
nuevas leyes con la ocasión siguiente.
VIII.
Los Romanos de todas las tierras que por la
guerra ocuparon a los enemigos comarcanos, vendieron una parte, y declarando
pública la otra, la arrendaron a los ciudadanos pobres y menesterosos por una
moderada pensión, que debían pagar al Erario. Empezaron los ricos a subir las
pensiones; y como fuesen dejando sin tierras a los pobres, se promulgó una ley
que no permitía cultivar más de quinientas yugadas de tierra. Por algún tiempo
contuvo esta ley la codicia, y sirvió de amparo a los pobres para permanecer en
sus arrendamientos y mantenerse en la suerte que cada uno tuvo desde el
principio; pero más adelante los vecinos ricos empezaron a hacer que bajo
nombres supuestos se les traspasaran los arriendos, y aun después lo ejecutaron
abiertamente por sí mismos; con lo que, desposeídos los pobres, ni se prestaban
de buena voluntad a servir en los ejércitos, ni cuidaban de la crianza de los
hijos, y se estaba en riesgo de que la Italia toda se quedara desierta de
población libre y se llenara de calabozos de esclavos, como los de los
bárbaros: porque con ellos labraban las tierras los ricos, excluidos los
ciudadanos. Intentó poner en esto algún remedio Gayo Lelio, el amigo de
Escipión, pero encontró grande oposición en los poderosos; y porque, temiendo
una sedición, desistió de su empresa, mereció el sobrenombre de sabio o prudente,
que es lo que significa a un mismo tiempo la voz sapiens. Mas nombrado Tiberio
tribuno de la plebe, al punto tomó por su cuenta este negocio, incitado, según
dicen los más, por el orador Diófanes y el filósofo Blosio. Era Diófanes un
desterrado de Mitilena, y Blosio de allí mismo, natural de Cumas, en Italia; al
cual, habiendo sido en Roma discípulo de Antípatro de Tarso, dedicó éste sus
tratados de filosofía. Algunos dan también algo de culpa a su madre Cornelia,
que les echaba en cara muchas veces el que los Romanos le decían siempre la
suegra de Escipión, y nunca la madre de los Gracos. Mas otros dicen haber sido
la causa un Espurio Postumio, de la misma edad de Tiberio y que competía con él
en las defensas de las causas: porque como al volver del ejército lo encontrase
muy adelantado en gloria y gozando de grande fama, quiso, a lo que parece,
sobreponérsele, haciéndose autor de una providencia arriesgada y que ponía a
todos en gran expectación; pero su hermano Gayo dijo en un escrito que, al hacer
Tiberio su viaje a España por la Toscana, viendo la despoblación del país, y
que los labradores y pastores eran esclavos advenedizos y bárbaros, entonces
concibió ya la primera idea de una providencia que fue para ellos el manantial
de infinitos males. Tuvo también gran parte el pueblo mismo, acalorando y dando
impulso a su ambición con excitarle por
medio de carteles, que aparecían fijados en los pórticos, en las murallas y en
los sepulcros, a que restituyera a los pobres las tierras del público.
IX.
Mas no dictó por sí solo la ley, sino que tomó
consejo de los ciudadanos más distinguidos en autoridad y en virtud, entre
ellos de Craso el Pontífice máximo, de Mucio Escévola el Jurisconsulto, que era
cónsul en aquel año, y de Apio Claudio, su suegro. Parece además que no pudo
haberse escrito una ley más benigna y humana contra semejante iniquidad y
codicia; pues cuando parecía justo que los culpados pagaran la pena de la
desobediencia, y sobre ella sufrieran la de perder las tierras que disfrutaban
contra las leyes, sólo disponía que, percibiendo el precio de lo mismo que
injustamente poseían, dieran entrada a los ciudadanos indigentes. Aunque el
remedio era tan suave, el pueblo se daba por contento, y pasaba por lo sucedido
como para en adelante no se le agraviara; pero los ricos y acumuladores de
posesiones, mirando por codicia con encono a la ley, y por ira y tema a su
autor, trataban de seducir al pueblo, haciéndole creer que Tiberio quería
introducir el repartimiento de tierras con la mira de mudar el gobierno y de
trastornarlo todo. Mas nada consiguieron; porque Tiberio, empleando su
elocuencia en una causa la más honesta y justa, siendo así que era capaz de
exornar otras menos recomendables, se mostró terrible e invicto cuando,
rodeando el pueblo la tribuna, puesto en pie, dijo, hablando de los pobres:
“Las fieras que discurren por los bosques de la Italia, tienen cada una sus
guaridas y sus cuevas; los que pelean y mueren por la Italia sólo participan
del aire y de la luz, y de ninguna otra cosa más, sino que, sin techo y sin
casas, andan errantes con sus hijos y sus mujeres; no dicen verdad sus
caudillos cuando en las batallas exhortan a los soldados a combatir contra los
enemigos por sus aras y sus sepulcros, porque de un gran numero de Romanos
ninguno tiene ara, patria ni sepulcro de sus mayores; sino que por el regalo y
la riqueza ajena pelean y mueren, y cuando se dice que son señores de toda la
tierra, ni siquiera un terrón tienen propio”.
X. Estas
expresiones, nacidas de un ánimo elevado y de un sentimiento verdadero,
corrieron por el pueblo, y lo entusiasmaron y movieron de manera que no se
atrevió a chistar ninguno de los contrarios. Dejándose, pues, de contradecir,
acudieron a Marco Octavio, uno de los tribunos de la plebe, joven grave y modesto
en sus costumbres, y amigo íntimo de Tiberio; así es que al principio, por
respeto a él, había cedido; pero, por fin, siendo rogado e instado de muchos y
de los más principales, como por fuerza se opuso a Tiberio y desechó la ley.
Entre los tribunos prevalece el que se opone, porque nada hacen todos los demás
con que uno solo repugne. Irritado con esto Tiberio, retiró aquella ley tan
humana, y propuso otra más acepta a la muchedumbre y más dura contra los
transgresores, mandándoles ya dejar las tierras que poseían contra las
anteriores leyes. Eran, por tanto, continuas las contiendas que tenía con
Octavio en la tribuna; en las que, sin embargo de que se contradecían con el
mayor ardor y empeño, se refiere no haber dicho uno contra otro expresión
ninguna ofensiva ni haber prorrumpido en el calor de la ira en ninguna palabra
que pudiera parecer menos decorosa; y es que, según parece, no sólo en los
banquetes, sino también en las contiendas y en las rencillas, el estar dotados
de buena índole y haber sido educados con esmero sirve siempre de freno y
ornamento a la razón. Y aun habiendo advertido que Octavio era uno de los
transgresores de la ley, por estar en posesión de muchas tierras del público,
le rogaba Tiberio que desistiera del empeño, prometiendo pagarle el precio de
ellas de su propio caudal, a pesar de que no era de los más floridos. No
habiendo Octavio escuchado la proposición, mandó por un edicto que cesaran
todas las demás magistraturas en sus funciones hasta que se votara la ley, y
puso sellos en el templo de Saturno para que los cuestores ni introdujeran ni
extrajeran nada, publicando penas contra los pretores que contraviniesen; de
manera que todos concibieron miedo, y dieron de mano a sus respectivos negocios. Desde aquel punto los poseedores de tierras
mudaron de vestiduras, y en actitud abatida y miserable se presentaron en la
plaza; pero ocultamente armaban asechanzas a Tiberio, y aun habían llegado a
tener pagados asesinos; tanto, que él, a ciencia de todos, llevaba siempre en
la cinta un puñal de los usados por los piratas, al que llaman dolón.
XI
Llegado el día, llamaba al pueblo para proceder la votación; pero los ricos
habían quitado las urnas, y este incidente produjo un grandísimo alboroto.
Podían Tiberio y su partido emplear la fuerza, y a ello se disponían; pero en
aquel momento Manlio y Fulvio, varones consulares, se dirigieron a Tiberio, y
tomándole las manos, le rogaban con lágrimas que se contuviera. Reflexionando
éste sobre las terribles consecuencias que ya preveía, y acatando además a tan
autorizados varones, les preguntó qué querían hiciese; a lo que contestaron no
creerse capaces de responder de pronto a semejante consulta, y que lo mejor
sería poner la decisión en manos del Senado; y haciéndole sobre ello
instancias, condescendió con su deseo. Mas como reunido el Senado nada
adelantase, porque el mayor influjo era de los ricos, echó mano de un medio
nada legal ni pacífico, cual fue el de privar del tribunado a Octavio, no
encontrando otro para que la ley se pusiera a votación. Empezó para esto a
interponer con él públicamente ruegos, hablándole en los términos más amistosos
y humanos, y tomándole las manos, le suplicaba cediera en cuanto a la ley, y
favoreciera al pueblo en una cosa tan justa y que sería ligera recompensa de
grandes trabajos y peligros. Desechada por Octavio esta propuesta, ya
hablándole en otro tono le repuso que, teniendo ambos una misma autoridad, y
disintiendo sobre negocios de tan grande importancia, no habría cómo acabar su
tiempo sin hacerse la guerra; que, por tanto, sólo veía un remedio a este mal,
que era el de cesar uno de los dos en la magistratura, y propuso a Octavio que
llamara al pueblo a votar acerca de él, pues por su parte descendería al punto,
y quedaría reducido a la clase de particular, si así lo determinaban los
ciudadanos. No conviniendo en ello Octavio, le dijo Tiberio que en tal caso
estaba resuelto a llamar a votar acerca de él, a no ser que, pensándolo mejor,
mudara de dictamen.
XII. Con esto,
entonces disolvió la junta; pero reunido el pueblo al día siguiente, subiendo a
la tribuna, intentó de nuevo persuadir a Octavio; mas hallándole irreducible,
propuso ley para privarle del tribunado, y al punto hizo dar la voz de que los
ciudadanos pasaran a votarla. Eran treinta y cinco las curias, y cuando habían
votado diecisiete y no faltaba más que una para que Octavio quedara de
particular, mandó suspender, y otra vez se puso a rogarle. Abrazóle a vista del
pueblo e hizo otras demostraciones, instándole y suplicándole que ni a sí mismo
se expusiera a aquel sonrojo, ni a él le pusiera en la precisión de haber de
ser causa de una providencia tan dura y tan cruel. Dícese que estos ruegos y
súplicas no los escuchó Octavio enteramente inmóvil y sereno, sino que se le
llenaron los ojos de lágrimas y estuvo en silencio largo rato. Pero luego que
miró a los ricos y a los poseedores de tierras que le tenían rodeado, es de
creer que de vergüenza y temor a lo que éstos dirían se resolvió a todo trance,
y dijo con entereza a Tiberio que hiciera lo que gustase. Sancionada de este
modo la ley, mandó Tiberio a uno de sus libertos que echara a Octavio de la
tribuna, porque se valía de sus libertos como de ministros, y esto hizo más
digno de compasión el suceso de Octavio, al ver que se le echaba con ignominia.
Mas el pueblo aún arremetió contra él, y acudiendo los ricos y conteniendo a
éste, con gran dificultad se salvó Octavio, escabulléndose y huyendo de la
muchedumbre; pero a un fiel esclavo suyo, que se le puso delante como para
defenderle, le sacaron los ojos, con gran pesar de Tiberio, que luego que tuvo
noticia de lo que pasaba acudió al tumulto, corriendo con la mayor diligencia.
XIII.
De resultas de esto se sancionó también la otra
ley sobre las tierras, y fueron elegidos tres ciudadanos para el discernimiento
y el reparto: el mismo Tiberio Apio
Claudio,
su suegro, y Gayo Graco, su hermano, que no se hallaba presente, sino que
militaba a las órdenes de Escipión contra Numancia. Ejecutadas estas cosas por
Tiberio a todo su placer, sin que nadie se le opusiera, nombró además tribuno,
no a una persona conocida, sino a un tal Mucio, que era su cliente; de lo que
ofendidos los poderosos, y temiendo el poder que aquel iba adquiriendo, en el
Senado le mortificaron y humillaron cuanto pudieron: pues que pidiendo, como
era de costumbre, una tienda donde pudiera hacer el repartimiento de las
tierras, no se la dieron, siendo así que se concedían a otros para objetos de
menor entidad; y para expensas le señalaron por día nueve óbolos; siendo Publio
Nasica quien promovía estas cosas, exponiéndose sin reserva a su enemistad,
porque era el que más tierras poseía de las del público, y llevaba muy a mal
que se le precisara a dejarlas. Con esto, el pueblo se encendía más, y habiendo
muerto de repente un amigo de Tiberio, como en el cadáver se notasen ciertas
señales reparables, empezaron a gritar que lo habían muerto con veneno,
corrieron a su entierro, tomaron en hombros el féretro y no se apartaron
mientras se le daba sepultura, no faltándoles razón para sospechar del veneno.
Porque el cadáver se reventó, y arrojó gran cantidad de un humor corrompido;
tanto, que se apagó la hoguera; y formando otra, no quiso arder hasta que la
mudaron a otro lugar; y aun allí tuvieron mucho que hacer para que en él
prendiera el fuego. En vista de estas cosas, Tiberio irritaba más a la
muchedumbre, pues se mudó las vestiduras, y presentando los hijos, pedía al
pueblo que se encargara de ellos y de su madre, considerándose ya perdido.
XIV.
Había muerto el rey Átalo Filométor, y vino
Eudemo de Pérgamo a traer el testamento, en el que estaba nombrado heredero el
pueblo romano; y arengando al punto Tiberio a la muchedumbre, propuso una ley
para que, llegado que fuera el gran caudal heredado, sirviese a los ciudadanos
a quienes habían tocado tierras para adquirir los enseres y utensilios de la
labor; y acerca de las ciudades que eran del reino de Átalo dijo que no debía
el Senado tomar providencia alguna, sino que él manifestaría su modo de pensar
al pueblo. Incomodó esto sobremanera al Senado, y levantándose Pompeyo, dijo
que era vecino de Tiberio, y por esta razón sabía que Eudemo de Pérgamo le
había entregado la diadema y la púrpura del rey, como teniendo por cierto que
había de reinar en Roma; y Quinto Metelo le echó en cara que cuando su padre,
siendo censor, volvía a casa después de cenar, los ciudadanos que le
acompañaban apagaban las luces, para que no pareciera que se habían detenido en
diversiones y francachelas más de lo regular, y a él por la noche le iban
alumbrando los más atrevidos y más miserables de la plebe. También Tito Anio,
hombre que no tenía opinión de probidad ni de prudencia, pero que hablando en
público pasaba por invencible en las preguntas y respuestas, desafió a Tiberio
a que se defendiese de haber injuriado a su colega, siendo sacrosanto e
inviolable por las leyes; y como se moviese grande alboroto, yéndose hacia él
Tiberio, pedía auxilio al pueblo, diciendo que se le trajera para acusarlo.
Anio, que en elocuencia y en autoridad se reconocía inferior, recurrió a su
habilidad, y pidió a Tiberio que antes de hablar en su acusación le respondiera
a una friolera. Convino en que preguntara, y quedando todos en silencio, dijo
Anio: “Si queriendo tú afrentarme y deshonrarme me acogiere yo a alguno de tus
colegas, y bajando éste a auxiliarme te enfadas tú de ello, pregunto: ¿le
privarás del tribunado?” Se dice que a esta pregunta quedó tan cortado Tiberio,
que con ser el más pronto que se conocía para hablar y el más atrevido y
resuelto, enmudeció en aquella ocasión.
XV. Disolvió, pues,
entonces la junta, y habiendo entendido que de todas las disposiciones que a su
propuesta se habían tomado la que peor impresión había hecho, no sólo en los
poderosos, sino en la muchedumbre, era la relativa a Octavio- porque la grande
y respetable autoridad de los tribunos, conservada ilesa hasta entonces,
parecía que había sido hollada y escarnecida-, pronunció ante el pueblo un
discurso, del que no
deberá
tenerse por inoportuno poner aquí algunos rasgos, para que se tenga idea de lo
persuasivo y convincente de su dicción. Porque dijo: “Que un tribuno es
sacrosanto e inviolable, a causa de que se consagra al pueblo y es del pueblo
defensor; mas si cambiando de conducta ofende al pueblo, disminuye su poder, y
le priva de votar, él mismo es quien se despoja de su dignidad, no haciendo
aquello para que fue elegido, pues si no, al tribuno que arruinara el Capitolio
o incendiara el arsenal debería dejársele en paz; y eso que el que esto hace es
tribuno, aunque malo; pero si disuelve el pueblo ya no es tribuno. ¿Y no sería
cosa repugnante que el tribuno pueda prender al cónsul, y que el pueblo no
pueda despojar de su autoridad al tribuno cuando abusa de ella contra el mismo
de quien la recibió? Porque al cónsul y al tribuno igualmente los elige el
pueblo. Pues la prerrogativa real, conteniendo en sí todo poder y toda
autoridad, era, además, consagrada con las ceremonias más augustas, y parecía
en cierta manera cosa divina; y, sin embargo, la ciudad expelió a Tarquinio por
ser injusto, y por la maldad de uno solo fue disuelta aquella autoridad patria
que había fundado a Roma. ¿Y qué cosa hay en Roma tan sagrada y venerable como
las que llamamos las vírgenes encargadas de guardar el fuego incorruptible? Y
si alguna de ellas yerra, es enterrada viva: porque impías contra los dioses,
no guardan lo inviolable y sagrado que por respeto a los mismos dioses se les
concede. No es, pues, conforme a justicia que el tribuno injusto contra el
pueblo conserve la inviolabilidad que en favor del pueblo le es dada, porque él
mismo destruye la autoridad que le hace poderoso. Y si tiene justamente su
autoridad, porque la mayor parte de las curias le votaron, ¿no se le quitará
con mayor justicia todavía si todas votan contra él? Nada hay más santo e
inviolable que las ofrendas y voto de los dioses, y nadie disputa al pueblo la
facultad de usar de ellos, de moverlos y trasladarlos como le parece. Érale,
pues, lícito trasladar al tribunado a otro, como una ofrenda; y prueba clara de
no ser toda magistratura una cosa tan sagrada que no pueda quitarse, es que
muchas veces los que las tienen hacen por sí renuncia y dimisión de ellas”.
XVI
Estos eran los principales capítulos de la defensa de Tiberio; mas como sus
amigos fuesen sabedores de las amenazas y de la conjuración que estaba tramada,
tenían por preciso que se pusiera a cubierto para en adelante con pedir otra
vez el tribunado; él trató de cautivar más a la muchedumbre con otras leyes,
quitando tiempo a los empeños de la milicia, concediendo apelación de los
jueces al pueblo, uniendo con los que entonces asistían a los juicios, que eran
del orden senatorio, un número igual del orden ecuestre, y coartando de todas
maneras la autoridad del Senado, más por encono y enemiga que con miras de
justicia y conveniencia. Al darse los votos advirtieron que vencían los
contrarios, porque no había concurrido todo el pueblo; y volviéndose primero
contra los colegas con injurias y denuestos, gastaron así el tiempo, y después
disolvieron la junta, mandando que acudieran al día siguiente. Por lo que hace
a Tiberio, bajó a la plaza, y mostrándose abatido, pedía con lágrimas amparo a
los ciudadanos; después, diciendo temía que en aquella noche arrasaran los
enemigos su casa y le matasen, de tal modo los inflamó, que muchos formaron
como un campo alrededor de su casa y pasaron allí la noche haciéndole la guardia.
XVII.
A la mañana, muy temprano, vino con las aves
que servían para los agüeros el que cuidaba de ellas, y les echó de comer; pero
no salió más que una, por más que el pollero sacudió bien la jaula, y aun ésta
no tocó la comida, sino que tendió el ala izquierda, alargó la pata y se volvió
a la jaula; lo que le hizo a Tiberio acordarse de otra señal que había precedido.
Tenía, en efecto, un casco que usaba para las batallas, graciosamente adornado
y muy brillante, y habiéndose metido en él unas culebras, no se vio que habían
puesto huevos y los habían sacado; y por esta razón causó mayor turbación a
Tiberio lo ocurrido con las aves. Iba, sin embargo, a subir, sabiendo que era
grande
el concurso del pueblo al Capitolio, y al salir tropezó en el umbral, dándose
tal golpe en el pie, que se le partió la uña del dedo grande y le salía la
sangre por el zapato. Habían andado muy poco, cuando sobre un tejado se vieron
a la izquierda unos cuervos riñendo; y pasando muchos, como era natural, junto
a Tiberio, una piedra arrojada por uno de ellos cayó precisamente a sus pies;
lo que hizo detener aun a los más osados de los que le acompañaban; pero
llegando a este tiempo Blosio de Cumas, dijo que era grande vergüenza y miseria
que Tiberio, hijo de Graco, nieto de Escipión, y el defensor del pueblo romano,
por temor de un cuervo no acudiera adonde los ciudadanos lo llamaban, y que esto,
que era vergonzoso, no lo harían pasar por burla los enemigos, sino que le
pintarían al pueblo como un tirano que ya se daba grande importancia. Al mismo
tiempo corrieron hacia Tiberio desde el Capitolio muchos de sus amigos,
diciéndole que entrase, porque allí todo estaba como se pudiera desear. Y al
principio todo le salió bien, pues apenas pareció le aclamaron con voces de
amistad; cuando acabó de subir le recibieron con las mayores demostraciones, y,
puestos alrededor de él, cuidaban de que no se le acercara ningún desconocido.
XVIII.
Habiendo empezado Mucio a llamar de nuevo las
curias, no pudo conseguir que se hiciera nada con concierto, por el gran
tumulto que movían los últimos, impelidos e impeliendo a los que venían de la
otra parte y se metían entre ellas a viva fuerza. En esto Fulvio Flaco, del
orden senatorio, poniéndose en sitio de donde fuera visto, como no pudiese
hacerse oír, hizo señas con la mano de que tenía que decir una cosa aparte a
Tiberio; y mandando éste a la muchedumbre que le hiciera paso, subió aquel con
gran dificultad, y, puesto en su presencia, le anunció que, reunido el Senado,
los ricos, no habiendo podido atraer a su partido al cónsul, habían resuelto
por sí quitarle la vida, teniendo armados a muchos de sus esclavos y amigos para
el efecto.
XIX.
Luego que Tiberio dio parte de este aviso a los
que le rodeaban, se ciñeron éstos las togas, y rompiendo los astiles con que
los ministros hacen apartar a la muchedumbre, tomaron los pedazos para
defenderse con ellos de los que les acometieran. Pasmábanse los que se hallaban
algo lejos de lo que sucedía, y preguntando acerca de ello, Tiberio llevó la
mano a la cabeza, queriendo indicar por señas su peligro, pues que la voz no
podía ser oída; pero los contrarios, al ver esta demostración, corrieron a
anunciar al Senado que Tiberio pedía la diadema, de lo que era señal el haberse
tocado la cabeza. Alteráronse todos, y Nasica pedía al cónsul que mirara por la
república y acabara con el tirano; mas como éste respondiese sencillamente que
no era su ánimo emplear ninguna fuerza, ni quitar la vida a ningún ciudadano
sin ser juzgado, y sólo si el pueblo diese algún decreto injusto, persuadido o
violentado por Tiberio, no lo tendría por válido, levantóse entonces Nasica:
“Pues que el cónsul- dijo- es traidor a la república, los que queráis venir en
socorro de las leyes seguidme”. Y al decir esto se echó el borde de la toga
sobre la cabeza, y se dirigió corriendo al Capitolio. Recogiéronse también las
togas con la mano los que iban en pos de él, y apartaban a los que encontraban
al paso, no habiendo ninguno que se atreviera a detenerlos por su autoridad,
sino que más bien huían y se pisaban unos a otros. Los que eran de su facción
habían traído de casa palos y mazas, y ellos, echando mano de los fragmentos y
los pies de las sillas curules, hechas pedazos por la muchedumbre al tiempo de
huir, marcharon contra Tiberio, hiriendo a los que se le ponían delante; y
éstos fueron los primeros que murieron. Tiberio dio a huir, y llegó uno a asirle
de la ropa; dejó aquel la toga, y continuó huyendo en túnica, pero tropezó y
cayó sobre algunos de los que murieron antes que él, y al levantarse, el
primero que se sabe haberle herido en la cabeza con el pie de una silla fue
Publio Satureyo, uno de sus colegas; y el segundo golpe se lo dio Lucio Rufo,
que se jactaba de ello como de una grande hazaña.
Al
todo murieron más de trescientos golpeados con palos y piedras, y ninguno con
hierro.
XX. Ésta dicen
haber sido desde la expulsión de los reyes la primera sedición que terminó en
sangre y muerte de los ciudadanos. Las demás, que no habían sido pequeñas ni
nacidas de pequeñas causas, las habían aplacado cediendo unos a otros, los
poderosos por miedo a la muchedumbre y la plebe por reverencia al Senado.
Entonces mismo parece que fácilmente habría cedido Tiberio tratado con
blandura, y más fácilmente se habría rendido sin muertes ni heridas a los que
se hubieran presentado en actitud de acometerle, no teniendo consigo arriba de
tres mil hombres; pero es de creer que esta sedición se movió contra él más
bien por encono y odio de los ricos que no por los motivos que se pretextaron;
de lo que es grande indicio la afrenta e ignominia con que fue tratado su
cadáver. Porque no le permitieron recogerlo al hermano, que lo pedía para
enterrarlo de noche, sino que con todos los demás muertos lo arrojaron al río.
Y aun no acabó aquí, sino que de sus amigos a unos los proscribieron y
desterraron sin juzgarlos, y a otros los prendieron y les dieron muerte, entre
los que pereció el orador Diófanes. A Gayo Vilio lo encerraron en una jaula, y
echando en ella víboras y culebras, de este modo tan inhumano lo mataron.
Blosio de Cumas fue presentado a los cónsules, y preguntado sobre los hechos
ocurridos, dijo que todo lo había ejecutado de orden de Tiberio; y replicándole
Nasica: “¿Y si Tiberio te hubiera mandado poner fuego al Capitolio?” Al
principio no contestó sino que Tiberio no podía mandar semejante cosa; pero
como muchos le repitiesen la pregunta: “Si lo hubiera mandado- dijo-, lo
hubiera tenido por bien hecho, porque Tiberio no lo habría dispuesto sino por
ser útil al pueblo”. Libróse entonces de esta manera, y marchando después al
Asia, al lado de Aristonico, cuando las cosas de éste tuvieron mal término, se
quitó la vida.
XXI
El Senado, para sosegar al pueblo, como las circunstancias lo pedían, ya no
hizo oposición ninguna al repartimiento de tierras, y antes propuso que se
eligiera otro repartidor en lugar de Tiberio. Tomando, pues, las tablillas,
eligieron a Publio Craso, pariente de Graco: porque su hija Licinia estaba
casada con Gayo, y aunque Cornelio Nepote dice que la que casó con Gayo Graco
no fue hija de Craso, sino de Bruto, el que triunfó de los Lusitanos, los más
refieren lo que dejamos escrito. Estaba el pueblo irritado con la muerte de
Tiberio, y se echaba bien de ver que esperaba oportunidad de vengarse, además
de que ya empezaban a moverse causas a Nasica; temiendo, pues, el Senado por su
persona, decretó, sin que hubiera objeto alguno, enviarlo al Asia. Porque los ciudadanos
siempre que se encontraban con él no ocultaban su desagrado, y antes se lo
mostraban a las claras, llamándole en voz alta, cuando la ocasión se les
presentaba, malvado y tirano, manchado con la muerte de una persona inviolable
y sagrada, y violador del más santo y venerable templo entre todos los de la
ciudad. Hubo, pues, de salir Nasica de Italia, sin embargo de que debieran
detenerle las ocupaciones religiosas más augustas, porque era a la sazón
Pontífice máximo. Anduvo, por tanto, en países extraños, afligido y errante, y
al cabo de no largo tiempo murió en Pérgamo. Y no es de maravillar que el
pueblo aborreciese tanto a Nasica, cuando Escipión Africano, al que con justa
razón armaron los Romanos sobre todos los demás, estuvo en muy poco que perdiera
esta benevolencia del pueblo, porque a la primera noticia que sobre Numancia se
le dio de la muerte de Tiberio exclamó, con aquel verso de Homero: ¡Siempre
así; quien tal haga, que tal pague! Y preguntándole después en una junta
pública Gayo y Fulvio qué le parecía de la muerte de Tiberio, dio una respuesta
con la que significó no haber sido de su gusto los actos de aquel, de resulta
de lo cual el pueblo le interrumpió en su discurso, cosa que nunca antes había
ejecutado, y él prorrumpió también en expresiones ofensivas al pueblo. Pero de
todo esto tratamos más detenidamente en la Vida de Escipión.
CAYO (Gayo) GRACO
I. Gayo Graco, al
principio, o por temor de los enemigos, o para excitar más odio contra ellos,
se retiró de la plaza pública y permaneció sosegado en su casa, como quien, por
hallarse entonces en estado de abatimiento, se proponía para en adelante vivir
apartado de los negocios; tanto, que se esparcieron voces contra él de que
censuraba y miraba mal la conducta pública del hermano, bien que era todavía
demasiado joven, porque tenía nueve años menos que el hermano, y éste murió sin
haber cumplido los treinta. Con el tiempo, aun en medio de su retiro, se echó
de ver que en sus costumbres no propendía al ocio, al regalo, a la intemperancia
ni a la codicia; y preparándose con la elocuencia como con alas voladoras para
tomar parte en el gobierno, se advertía bien que no podría estarse quieto.
Habló por la primera vez en defensa de uno de sus amigos llamado Vetio, contra
quien se seguía causa; y como el público se hubiese entusiasmado y embriagado
de placer al oírle, por haber dado muestras de ser los demás oradores unos
muchachos comparados con él, los poderosos volvieron a concebir gran temor, y
trataron con empeño entre sí de que Gayo no ascendiera al tribunado de la
plebe. Ocurrió también que por el orden natural cupo a Gayo la suerte de ir a
Cerdeña de cuestor con el cónsul Orestes, lo que fue muy del gusto de sus
enemigos, y no desagradó al mismo Gayo; pues siendo de carácter guerrero,
estando no menos ejercitado en la milicia que en la defensa de las causas,
mirando con cierto horror el gobierno y la tribuna y no pudiendo negarse ni al
pueblo ni a los amigos si le llamasen, tuvo por gran dicha este motivo de
ausencia. Con todo, la opinión generalmente recibida es que fue un decidido
demagogo, y más codicioso que el hermano de la gloria que resulta del aura
popular; pero esto no es cierto, sino que hay pruebas de que fue arrastrado al
gobierno más bien por necesidad que por voluntad y resolución propia; conforme
a esto, refiere Cicerón el orador que, huyendo Gayo de toda magistratura, y
estando resuelto a vivir en quietud y reposo, se le apareció entre sueños el
hermano, y saludándole, le dijo: “¿Por qué causa o en qué te detienes, Gayo? No
hay cómo evitarlo: una misma vida y una misma muerte, por defender los
intereses del pueblo, nos tiene destinadas el
hado”.
II.
Puesto Gayo en Cerdeña, dio pruebas de toda
especie de virtud, aventajándose a todos los jóvenes en los combates contra los
enemigos, en la justicia con los súbditos y en el amor y respeto al general; y
en la prudencia, en la sencillez y en el amor al trabajo excedió aún a los más
ancianos. Sobrevino en Cerdeña un invierno sumamente riguroso y enfermizo, y
habiendo pedido el pretor a las ciudades vestuario para los soldados, acudieron
a Roma a que se las excusara. Accedió el Senado a su petición, y mandó que el
pretor viera por otra parte el modo de remediar a los soldados; y como éste se
hallase en el mayor apuro por lo que el soldado padecía, recorrió Gayo las
ciudades e hizo que éstas enviaran por sí mismas vestuario y socorriesen a los
Romanos. Venida a Roma la noticia de estos hechos, que parecían preludios de
demagogia, el Senado se sobresaltó; y en primer lugar, habiendo llegado de
África embajadores de parte del rey Micipsa, diciendo que éste, por
consideración a Gayo Graco, había enviado trigo a Cerdeña a la orden del
pretor, los oyeron con disgusto y los despacharon. Decretaron en segundo lugar
que la tropa fuera relevada, pero que Orestes permaneciera, para que con esto
se quedara también Gayo; mas éste, indignado con tales sucesos, se hizo al
punto a la vela, y cuando menos se lo esperaba se apareció en Roma; de lo que
le hicieron un crimen sus enemigos, y aun al pueblo mismo pareció cosa extraña
que siendo cuestor hubiera vuelto antes que el general. Llegó a ponérsele sobre
esto acusación ante los censores; pero
habiendo pedido permiso para hablar, de tal manera mudó los ánimos de los
oyentes, que salieron persuadidos de que él era el que había recibido muchos
agravios. Porque dijo que había servido en la milicia doce años, cuando a los
demás no se les precisaba a servir más de diez; que de cuestor había estado al
lado del pretor tres años, cuando por la ley podía haber vuelto después de
cumplido uno; que él sólo entre sus compañeros de armas había llevado la bolsa
llena, y que los demás, después de haberse bebido el vino que condujeron,
habían vuelto a Roma trayendo los cántaros llenos de plata y oro.
III.
Moviéronle después de esto otras causas y otros
juicios, achacándole que había hecho a los aliados sublevarse, y había tenido
parte en la conjuración de Fregelas; pero habiendo desvanecido toda sospecha y
resultado inocente, se presentó al momento a pedir el tribunado. Hiciéronle
oposición todos los principales, sin quedar uno; pero de la plebe fueron tantos
los que de toda Italia concurrieron a la ciudad para asistir a los comicios,
que para muchos faltó hospedaje; no cabiendo el concurso en el campo de Marte,
venían voces de electores de los tejados y azoteas, a pesar de lo cual los
ricos violentaron al pueblo y frustraron la esperanza de Gayo, hasta el punto
de que, habiendo consentido ser nombrado el primero, no fue sino el cuarto.
Mas, entrado en el ejercicio, al instante fue el primero de todos por su
elocuencia, en que nadie le igualaba, y porque lo que había padecido le daba
grande ocasión para explicarse con vehemencia, deplorando la pérdida del
hermano. De aquí tomaba siempre motivo para manejar a su arbitrio el pueblo, recordando
el suceso, y haciendo contraposición con la conducta de los antiguos Romanos:
porque éstos hicieron guerra a los Faliscos por haber insultado a un tribuno de
la plebe llamado Genucio, y condenaron a muerte a Gayo Veturio porque él solo
no se levantó cuando un tribuno pasaba por la plaza; y “ante vuestros ojos-
exclamó- acabaron éstos a palos a Tiberio, y por medio de la ciudad fue llevado
muerto desde el Capitolio para arrojarlo al río; y de sus amigos, los que
pudieron ser habidos fueron también muertos sin juicio antecedente; siendo así
que tenéis ley por la que, si no comparece el que es reo de causa capital, va
por la mañana, al amanecer, a las puertas de su casa un trompetero, y le llama
a son de trompeta, y sin preceder esta diligencia no pronuncian sentencia los
jueces: ¡tan precavidos y solícitos eran acerca de los juicios!”
IV.
Con discursos como éste conmovía al pueblo,
porque tenía buena voz y era vehemente en el decir. Propuso, pues, dos leyes,
de las cuales era la una que si el pueblo privaba a un magistrado de su cargo,
no pudiera después ser admitido a pedir otro, y la otra, que si algún
magistrado proscribía y desterraba a un ciudadano sin juicio precedente,
hubiera contra él acción ante el pueblo. De estas leyes la primera iba directamente
a infamar a Octavio, aquel que a propuesta de Tiberio había perdido el
tribunado de la plebe, y en la segunda estaba comprendido Popilio, porque
siendo pretor había desterrado a los amigos de Tiberio. Popilio no quiso
aguardar a la decisión de la causa, y abandonó la Italia; la otra ley la retiró
Gayo, diciendo que hacía esta gracia a Octavio por su madre Cornelia, que se lo
había rogado; y el pueblo lo celebró y vino en ello, dispensando a Cornelia
este honor, no menos por sus hijos que por su padre, y erigió después a esta
insigne mujer una estatua en bronce, con esta inscripción: “Cornelia, madre de
los Gracos.” Consérvase la memoria de algunas expresiones dichas por Gayo con
elegancia, a estilo del foro, acerca de la misma, contra uno de sus enemigos:
“¿Por qué tú- le dijo- te atreves a insultar a Cornelia, habiendo dado ésta a
luz a Tiberio?” Y porque el ofensor era tachado de disoluto y muelle, “¿cómo te
atrevescontinuó- a compararte con Cornelia? ¿Has parido como ella? Pues bien
notorio es en Roma que más tiempo estuvo sin ser tocada de varón aquella, que
tú siendo varón.” ¡Tan picantes y agrias eran sus expresiones! Y de lo que dejó
escrito pueden recogerse otras muchas por este mismo término.
V.
De las leyes que hizo en favor del pueblo y
para disminuir la autoridad del Senado, una fue agraria, para distribuir por
suerte tierras del público a los pobres; otra militar, por la que se mandaba
que del erario se suministrara el vestuario, sin que por esto se descontara
nada al soldado de su haber, y que no se reclutara para el servicio a los
menores de diecisiete años; otra federal, que daba a los habitantes de la
Italia igual voz y voto que a los ciudadanos; otra alimenticia, para dar a los
pobres los víveres a precio cómodo, y otra, finalmente, judicial, que fue con
la que principalmente quebrantó el poder de los senadores. Porque ellos solos
juzgaban las causas, y por esta razón eran terribles a la plebe y a los
caballeros; y Gayo añadió trescientos del orden ecuestre a los trescientos
senadores, e hizo que los juicios fueran en unión y promiscuamente de
seiscientos ciudadanos. Para hacer sancionar esta ley tomó con gran diligencia
sus medidas; una de ellas fue el que, siendo antes costumbre que todos los
oradores hablasen vueltos hacia el Senado y hacia el llamado comicio, entonces
por la primera vez salió más afuera, perorando hacia la plaza; y en adelante lo
hizo así siempre: causando con una pequeña inclinación y variación de postura
una mudanza de grandísima consideración, como fue la de convertir en cierta
manera el gobierno de aristocracia en democracia, con dar a entender que los
oradores debían poner la vista en el pueblo y no en el Senado.
VI
No sólo sancionó el pueblo esta ley, sino que le dio a él mismo la facultad de
elegir los jueces del orden ecuestre, con lo que vino a ejercer una especie de
autoridad monárquica; tanto, que aun el Senado sufría el haber de tomar de él
consejo, y siempre en sus dictámenes le proponía lo que le estaba mejor. Como
fue aquella determinación tan justa y benéfica, acerca del trigo que envió de
España el procónsul Fabio, porque persuadió al Senado que se vendiera el trigo
y el precio se enviara a las ciudades, reconviniendo a Fabio de que hacía a los
pueblos dura e insufrible la dominación romana, cosa que le adquirió en las
provincias gran crédito y benevolencia. Propuso asimismo leyes para que se
enviaran colonias, se hicieran caminos y se construyeran graneros. De todas
estas obras se hizo él mismo presidente y administrador; y siendo tantas y tan
grandes, de nada se cansaba; sino que con admirable presteza y trabajo las dio
concluidas, como si atendiera a una sola; de manera que aun los que más le
aborrecían y temían se mostraban pasmados de verle en todo tan eficaz y activo.
El pueblo admiraba también el singular espectáculo que aquello ofrecía, al ver
la gran muchedumbre que le seguía de operarios, de artistas, de legados, de
magistrados, de soldados y de literatos, a todos los cuales se mostraba afable,
guardando cierta entereza en la misma benignidad, y hablando a cada uno
particularmente, según su clase; con lo que desacreditó a los calumniadores,
que lo pintaban temible, fiero y violento. Era, por tanto, popular, con más
destreza todavía en el trato y en los hechos que en los discursos pronunciados
en la tribuna.
VII. Su principal
cuidado lo puso en los caminos, atendiendo en su fábrica a la utilidad al mismo
tiempo que a la comodidad y buena vista, porque eran muy rectos y atravesaban
el terreno sin vueltas ni rodeos. El fundamento era de piedra labrada, que se unía
y macizaba con guijo. Los barrancos y precipicios excavados por los arroyos se
igualaban y juntaban a lo llano por medio de puentes; la altura era la misma
por todo él de uno y otro lado, y éstos siempre paralelos, de manera que el
todo de la obra hacía una vista uniforme y hermosa, Además de esto, todo el
camino estaba medido, y al fin de cada milla- medida que viene a ser de ocho
estadios poco menos- puso una columna de piedra que sirviera de señal a los
viajeros. Fijó además otras piedras a los lados del camino, a corta distancia
unas de otras, para que los que iban a caballo pudieran montar desde ellas, sin
tener que aguardar a que hubiera quien les ayudase.
VIII. Celebrándole
mucho el pueblo por estas obras, y mostrándose muy dispuesto a darle pruebas de
su benevolencia, dijo, arengándole en una de las juntas, tenía que pedirle una
gracia, obtenida la cual la apreciaría sobre todo, y si no fuese atendido, no
por eso se quejaría. Al oír esto creyeron que sería la petición del consulado,
y todos esperaron que aspiraría a un tiempo al consulado y al tribunado de la
plebe. Llegado el día de los comicios consulares, y estando todos pendientes,
se presentó, trayendo de la mano al campo de Marte a Gayo Fanio, y auxiliándole
con sus amigos para que fuese elegido; lo que concilió a Fanio gran favor. Así
es que fue nombrado cónsul, y Gayo, tribuno de la plebe por segunda vez, no por
que hiciese gestiones o pidiese esta magistratura, sino únicamente a solicitud
del pueblo. Observó que el Senado le era enteramente contrario, y que se había
entibiado mucho la gratitud en Fanio: por lo que procuró captar a la
muchedumbre con otras leyes, proponiendo que se enviaran colonias a Tarento y a
Capua, y que se admitiera a los latinos a la participación de los derechos de
ciudad. Temió con esto el Senado que se hiciese del todo invencible, y recurrió
a un nuevo y desusado medio para apartar de él el amor de la muchedumbre, cual
fue el de hacerse popular y favorable a ésta con exceso. Porque uno de los
colegas de Gayo era Livio Druso, varón que ni en linaje ni en educación cedía a
ninguno de los Romanos, y en elocuencia y en riqueza competía ya con los de más
autoridad y poder, por estas mismas cualidades. Acuden, pues, a él los
principales y le estimulan a que derribe de su favor a Gayo, y con su ayuda se
vuelva contra él, no para chocar con la muchedumbre, sino para mandar a gusto
de ésta, y favorecerla aun en cosas por las que sería honesto incurrir en su odio.
IX.
Prestó Livio para estos objetos al Senado la
autoridad de su magistratura, y propuso leyes que no tenían nada ni de loables
ni de útiles, con sola la mira de exceder a Gayo en favor y condescendencia
para con la muchedumbre, contendiendo y compitiendo con él como los actores de
una comedia, con lo cual el Senado no dejó duda de que no le ofendían los
proyectos de Gayo, sino que lo que quería era o quitarle de en medio o
humillarle. Porque no proponiendo él más que dos colonias, y para ellas a los
ciudadanos más bien vistos, decían, sin embargo, que aspiraba a seducir al
pueblo; y al mismo tiempo sostenían a Livio cuando formaba doce colonias,
enviando a cada una tres mil de los más infelices; desacreditaban a aquel
porque distribuía las tierras a los pobres, imponiendo a cada uno una pensión
para el erario, diciendo que lisonjeaba a la muchedumbre, y Livio, que hasta
esta pensión quitaba a los agraciados, merecía su aprobación. Mas aquel, por
dar a los latinos igual voz y voto, les era molesto, y cuando éste proponía que
en el ejército no se pudiera castigar a ninguno de los latinos empleando las
varas contra ellos, promovían esta ley. El mismo Livio protestaba siempre en
sus discursos que hacía estas propuestas de acuerdo del Senado, que velaba por
la muchedumbre, y esto fue lo único que hubo de bueno en todos sus actos.
Porque el pueblo se mostró desde entonces menos irritado contra el Senado, y
mirando antes éste con malos ojos y con odio a los principales y más señalados,
disipó y suavizó Livio aquella enemiga y mala voluntad, haciendo entender que
lo que él ejecutaba en favor y beneficio de la muchedumbre era todo por
disposición de los senadores.
X. Lo que inspiró
al pueblo mayor confianza en el amor y justificación de Druso fue no haber
propuesto nunca nada en su favor ni relativo a su persona: porque para las
fundaciones de las colonias envió a otros, y nunca se acercó al manejo de los
caudales, siendo así que Gayo se había encargado de la mayor parte y de los más
importantes entre estos negocios. Así, cuando proponiendo Rubrio, uno de sus
colegas, que se estableciera colonia en Cartago, arrasada por Escipión, le tocó
la suerte a Gayo, marchó éste al África para el establecimiento; y dando esto
mayor proporción a Druso para adelantársele en su ausencia, se atrajo y ganó
efectivamente al público, con especial por
las sospechas que contra sí excitó Fulvio. Este Fulvio, amigo de Gayo y su
colega para el repartimiento de tierras, era hombre turbulento, aborrecido
notoriamente del Senado y sospechoso de todos los demás de que alborotaba a los
confederados y de que en secreto solicitaba a la rebelión a los habitantes de
Italia. A estas voces, que se esparcían sin prueba ni discernimiento, les
conciliaba crédito el mismo Fulvio, por verse que sus designios no eran sanos
ni pacíficos; y esto fue lo que principalmente perjudicó a Gayo, a quien
alcanzó parte del odio contra aquel. Además, cuando se halló muerto a Escipión
Africano, sin causa ninguna manifiesta, y pareció que en el cadáver se
advertían señales de golpes y de violencia, como en la Vida de éste lo hemos
escrito, si bien la mayor sospecha recayó sobre Fulvio, por ser su enemigo, y
porque en aquel mismo día había insultado a Escipión en la tribuna, no dejó de
haber contra Gayo algún recelo; y un crimen tan atroz, ejecutado en el varón
más grande y eminente de los romanos, ni se puso en claro, ni sobre él se
siguió causa, porque la muchedumbre se opuso y disolvió el juicio, temiendo por
Gayo, no fuera que si se hacían pesquisas se le hallara implicado en la muerte.
Mas esto había sucedido tiempo antes.
XI
Estando Gayo entendiendo en el establecimiento de la colonia de Cartago, a la
que dio el nombre de Junonia, se dice habérsele opuesto muchos estorbos de
parte de los dioses. Porque arrebató el viento la primera enseña y por más que
el alférez resistió con toda su fuerza, se hizo pedazos. Una ráfaga de viento
esparció las víctimas que estaban puestas en el altar, y las arrojó sobre los
términos de la delineación o demarcación que tenía hecha. Estos mismos términos
o hitos, vinieron unos lobos, los desordenaron y se los llevaron lejos. A pesar
de todo esto, disponiendo y arreglando las cosas en sólos setenta días, volvió
a Roma, por saber que Druso traía apurado a Fulvio, y que sus negocios pedían
se hallase presente. Porque Lucio Opimio, varón inclinado al gobierno de pocos,
y de grande influjo en el Senado, aunque al principio sufrió repulsa pidiendo
el consulado cuando Gayo protegió a Fanio y contribuyó al desaire de aquel;
contando entonces con el favor de muchos, se tenía por cierto que saldría
cónsul, y que siéndolo, tiraría a arruinar a Gayo, estando ya en cierta manera
marchito su poder, y satisfecho el pueblo de disposiciones como las suyas, por
ser muchos los que se habían dedicado a afectar popularidad y haberse mostrado
condescendiente el Senado.
XII. Vuelto, lo
primero que hizo fue trasladar su habitación desde el palacio al barrio debajo
de la plaza, como más plebeyo, por hacer la casualidad de que viviesen allí la
mayor parte de los pobres e infelices. Después propuso las leyes que restaban
para hacer que se votasen; pero habiendo concurrido grande gentío de todas
partes, movió el Senado al cónsul Fanio a que, fuera de los Romanos, hiciera
salir a todos los demás. Como se echase, pues, acerca de esto un pregón extraño
y nunca antes usado para que en aquellos días no se viera en Roma ninguno de
los confederados y amigos, Gayo publicó en contra un edicto, en el que acusaba
al cónsul y prometía proteger a los confederados si permaneciesen; pero no hubo
tal protección, y antes, habiendo visto que a un huésped y amigo suyo lo
llevaban preso los lictores de Fanio, pasó de largo, y no hizo nada en su
defensa, bien fuese por temor de que se viera que le faltaba el poder, o bien
porque no quisiese ser, como decía, quien diese a los enemigos la ocasión que
buscaban de contender y venir a las manos. Ocurrió también el haberse puesto
mal con sus colegas por esta causa. Iba a darse al pueblo en la plaza un
espectáculo de gladiadores, y los más de los magistrados habían formado
corredores alrededor para arrendarlos. Dioles orden Gayo de que los quitaran,
para que los pobres pudieran ver desde aquellos mismos sitios de balde, y como
no hiciesen caso, aguardó a la noche antes del espectáculo, y tomando consigo a
los operarios que tenía a su disposición, echó abajo los corredores, y al día siguiente
mostró al pueblo el sitio despejado; con lo
cual, para con la muchedumbre bien se acreditó de hombre que tenía entereza,
pero disgustó a sus colegas, que le tuvieron por temerario y violento. De
resultas de esto parece que le quitaron el tercer tribunado, porque si bien
tuvo muchos votos, los colegas hicieron injusta y malignamente la regulación y
el anuncio, aunque esto quedó en duda. Lo cierto es que llevó muy mal el
desaire, y a los contrarios, que se le rieron, se dice haberles respondido, con
más aires del que convenía, que reían con risa sardónica, por no saber cuán
espesas tinieblas les había preparado con sus providencias.
XIII.
Lograron sus contrarios elegir cónsul a Opimio,
y propusieron la abrogación de la mayor parte de sus leyes, alterando también
lo que había dispuesto acerca de Cartago, con ánimo de irritarle y de que diera
ocasión de justo enojo para acabar con él. Aguantó por algún tiempo, pero,
instigándole los amigos, y sobre todo Fulvio, volvió a tratar de reunir a los
que con él habían de hacer frente al cónsul. Dícese que para esto tomó parte la
madre en la sedición, asalariando con reserva gentes de afuera, y enviándolas a
Roma como segadores, sobre lo que escribió al hijo cartas con expresiones
enigmáticas; pero otros dicen que todo esto se hizo con absoluta repugnancia de
Cornelia. El día en que Opimio había de hacer abrogar las leyes, de una y otra
parte ocuparon desde muy temprano el Capitolio. Había hecho sacrificio el
cónsul, y llevando uno de sus lictores, llamado Quinto Antilio, las entrañas de
las víctimas a otra parte, dijo a los que estaban con Fulvio: “Haced lugar a
los buenos, malos ciudadanos.” Algunos dicen que al mismo tiempo que pronunció
esta expresión mostró el brazo desnudo de un modo que lo tomaron a insulto.
Muere, pues, al punto Antilio en aquel sitio, herido con unos punzones largos,
de los que se usaban para escribir, hechos exprofeso, según se decía, para
aquel intento. Alborotóse la muchedumbre con aquella muerte; pero la situación
de los caudillos fue muy diferente, porque Gayo se irritó sobremanera, y trató
mal a los de su partido por haber dado a sus enemigos la ocasión que hacía
tiempo deseaban, y Opimio, tomando de aquí asidero, cobró osadía e inflamó al
pueblo a la venganza.
XIV.
Sobrevino en esto una lluvia, y por entonces se
separaron; pero a la mañana siguiente, convocando el cónsul el Senado, se puso
dentro a dar audiencia; otros, colocando el cuerpo de Antilio desnudo sobre una
camilla, lo llevaron de intento por la plaza a la curia con gritos y lloros,
siendo de ello sabedor Opimio, aunque aparentaba maravillarse, en términos que
los senadores salieron a ver lo que pasaba. Puesta la camilla en medio, algunos
se lamentaban como en una grande y terrible calamidad; pero en los más no
excitaba aquel alboroto más que odio y abominación contra unos cuantos
oligarquistas, que habían sido los que habían dado muerte en el Capitolio a
Tiberio Graco, siendo tribuno de la plebe, y habían arrojado al río su cadáver,
cuando ahora el ministro Antilio, que quizá había sido muerto injustamente,
pero no había dejado de dar gran motivo para aquel suceso, yacía expuesto en la
plaza, y le hacía el duelo el Senado de los Romanos, lamentándose y presidiendo
la pompa fúnebre de un miserable asalariado, con el objeto de acabar con los
pocos defensores del pueblo que quedaban. Entrando otra vez después de esto en
el Senado, encargaron por decreto al cónsul Opimio que salvara a la ciudad como
pudiese y destruyera los tiranos. Previno éste a los senadores que tomaran las
armas, y dio orden a los caballeros para que a la mañana temprano trajera cada
uno dos esclavos armados. En tanto, Fulvio se preparaba también por su parte y juntaba
gente; pero Gayo, retirándose de la plaza, se paró ante la estatua de su padre,
y habiendo estado largo rato con los ojos puestos en ella sin proferir ni una
palabra, pasó de allí llorando y sollozando, A muchos de los que vieron este
espectáculo les causó Gayo la mayor lástima, y culpándose a sí mismos de
abandonar y hacer traición a un ciudadano como él, corrieron a su casa, y
pasaron la noche ante su puerta, de muy distinta manera que los que custodiaban
a Fulvio. Porque éstos la gastaron en vocerías y gritos desordenados, bebiendo
y echando bravatas, siendo Fulvio el primero
a embriagarse y a hacer y decir mil disparates, contra lo que exigía su edad,
al mismo tiempo que los que acompañaban a Gayo, deplorando la común calamidad
de la patria, y considerando lo que amenazaba, estuvieron en la mayor quietud,
haciendo la guardia y descansando alternativamente.
XV. Al amanecer les
costó gran trabajo despertar a Fulvio, a quien todavía tenía dormido el vino, y
armándose con los despojos que conservaba en casa, y eran los que había tomado
cuando siendo cónsul venció a los galos, marcharon con grandes amenazas y
alboroto a tomar el monte Aventino. Gayo no quiso armarse, sino que iba a salir
en toga como si fuera a la plaza, sin llevar más que un puñalejo. Al salir se
le echó a los pies su mujer en la misma puerta, y deteniendo con una mano a él
y con otra al hijo: “No te envío, oh Gayo- exclamó-, a la tribuna, tribuno de
la plebe o legislador como antes, ni tampoco a una guerra gloriosa, para que,
aun cuando te sucediera una desgracia, me dejeras un honroso duelo, sino que
vas a ponerte en manos de los matadores de Tiberio: desarmado estás bien, para
que en caso antes sufras males que los causes; pero vas a perecer sin ningún
provecho para la república. Domina ya la maldad, y a los juicios sólo presiden
la violencia y el yerro. Si tu hermano hubiera perecido en Numancia, nos habría
sido entregado muerto, en virtud de un tratado; pero ahora acaso tendré yo
también que hacer plegarias a algún río o al mar para que me digan dónde está
detenido tu cuerpo; porque, ¿qué confianza hay que tener ni en las leyes ni en
los dioses después de la muerte de Tiberio?” Mientras así se lamentaba Licinia,
Gayo se desprendió suavemente de sus abrazos y marchó en silencio con sus
amigos. Quiso aquella asirle de la ropa, pero cayó en el suelo, donde estuvo
mucho tiempo sin sentido, hasta que, levantándola desmayada sus sirvientes, la
condujeron a casa de Craso, su hermano.
XVI
Fulvio, luego que estuvieron todos juntos, persuadido por Gayo, envió a la
plaza al más joven de sus hijos con un caduceo, Era este mancebo de gracioso y
bello aspecto, y entonces, presentándose con modestia y rubor, los ojos bañados
en lágrimas, hizo proposiciones de paz al cónsul y al Senado. Los más de los
que allí se hallaban oyeron con gusto hablar de conciertos; pero Opimio
respondió que no pensaran mover al Senado por medio de mensajeros; sino que
como ciudadanos sujetos a haber de dar descargas, bajaran ellos mismos a ser
juzgados, entregando sus personas e implorando clemencia, y dio orden al joven
de que bajo esta condición volviese, y no de otra manera. Por lo que hace a
Gayo, quería, según dicen, ir a hablar al Senado, pero no conviniendo en ello
ninguno de los demás, volvió Fulvio a enviar a su hijo con las mismas
proposiciones que antes; mas Opimio, apresurándose a venir a las manos, hizo al
punto prender al mancebo, y poniéndolo en prisión, marchó contra Fulvio y los
suyos con mucho infantería y ballesteros de Creta, los cuales, tirando contra
ellos e hiriendo a muchos, los desordenaron. En este desorden Fulvio se refugió
a un baño desierto y abandonado; pero hallado al cabo de poco, fue muerto con
su hijo mayor. A Gayo nadie le vio tomar parte en la pelea, pues no sufriéndole
el corazón ver lo que pasaba, se retiró al templo de Diana, donde, queriendo
quitarse la vida, se lo estorbaron dos de sus más fieles amigos, Pomponio y
Licinio, quienes hallándose presentes, le arrebataron de la mano el puñal y le
exhortaron a que huyese. Dícese que, puesto allí de rodillas y tendiendo las
manos a la diosa, le hizo la súplica de que nunca el pueblo romano por aquella
ingratitud y traición dejara de ser esclavo. Porque se vio que la muchedumbre
le abandonó, a causa de habérseles ofrecido por un pregón la impunidad.
XVII.
Entregóse Gayo a la fuga; y yendo en pos de él
sus enemigos, le iban ya a los alcances junto al puente Sublicio: entonces dos
de sus amigos le excitaron a que apresurase el paso, y ellos, en tanto,
hicieron frente a los que le perseguían, y pelearon delante del puente, sin
dejar pasar a ninguno, hasta que perecieron. Acompañaba a Gayo
en
su fuga un esclavo llamado Filócrates, y aunque todos, como en una contienda,
los animaban, ninguno se movió en su socorro, ni quiso llevarle un caballo, que
era lo que pedía, porque tenía ya muy cerca de los que iban contra él. Con
todo, se les adelantó un poco, y pudo refugiarse en el bosque sagrado de las
Furias, y allí dio fin a su vida, quitándosela Filócrates, que después se mató
a sí mismo. Según dicen algunos, aún los alcanzaron los enemigos con vida; pero
el esclavo se abrazó con su señor, y ninguno pudo ofenderle hasta que acabó,
traspasado de muchas heridas. Refiérese también que no fue Septimuleyo, amigo
de Opimio, el que le cortó a Gayo la cabeza, sino que, habiéndosela cortado
otro, se la arrebató al que quiera que fue, y la llevó para presentarla: porque
al principio del combate se había echado un pregón ofreciendo a los que
trajesen las cabezas de Gayo y Fulvio lo que pesasen de oro. Fue, pues,
presentada a Opimio por Septimuleyo la de Gayo, clavada en una pica, y traído
un peso, se halló que pesaba diecisiete libras y dos tercios; habiendo sido
hasta en esto Septimuleyo hombre abominable y malvado, porque habiéndole sacado
el cerebro, rellenó el hueco de plomo. Los que presentaron la cabeza de Fulvio,
que eran de una clase oscura, no percibieron nada. Los cuerpos de éstos y de
todos los demás muertos en aquella refriega, que llegaron a tres mil, fueron
echados al río, y se vendieron sus haciendas para el erario.
Prohibieron
a las mujeres que hiciesen duelos, y a Licinia, la de Gayo, hasta la privaron
de su dote; pero aún fue más duro y cruel lo que hicieron con el hijo menor de
Fulvio, que no movió sus manos ni se halló entre los que combatieron, sino que,
habiendo venido antes de la pelea sobre la fe de la tregua, y echándole mano,
después le quitaron la vida. Sin embargo, aun más que esto y que todo ofendió a
la muchedumbre el templo que enseguida erigió Opimio a la Concordia; porque
parecía que se vanagloriaba y ensoberbecía, y aun en cierta manera triunfaba
por tantas muertes de ciudadanos; así es que por la noche escribieron algunos
debajo de la inscripción del templo estos versos: La obra del furor
desenfrenado es la que labra a la Concordia templo.
XVIII.
Este fue el primero que usó en el consulado de
la autoridad de dictador, y que condenó sin precedente juicio, con tres mil
ciudadanos más, a Gayo Graco y a Fulvio Flaco; de los cuales éste era varón
consular, y había obtenido el honor del triunfo, y aquel se aventajaba en
virtud y en gloria a todos los de su edad. Opimio, además, no se abstuvo de
latrocinios, sino que, enviado de embajador a Yugurta, rey de los Númidas, se
dejó sobornar con dinero, y condenado por el ignominioso delito de corrupción,
envejeció en la infamia, aborrecido y despreciado del pueblo, que por sus
hechos cayó por lo pronto en el abatimiento y la degradación; mas no tardó en
manifestar cuánto echaba de menos y deseaba a los Gracos. Porque levantándoles
estatuas, las colocaron en un paraje público, y consagrando los lugares en que
fallecieron, les ofrecían las primicias de los frutos que llevaba cada
estación, y muchos les adoraban y les hacían sacrificios cada día, concurriendo
a aquellos sitios como a los templos de los
dioses.
XIX.
Dícese de Cornelia haber manifestado en muchas
cosas, que llevaba con entereza y magnanimidad sus infortunios; y que acerca de
la consagración de los lugares en que perecieron sus hijos, solía expresar que
los muertos habían tenido dignos sepulcros. Su vida la pasó después en los
campos llamados Misenos, sin alterar en nada el tenor acostumbrado de ella.
Gustaba, en efecto, del trato de gentes, y por su inclinación a la
hospitalidad, tenía buena mesa, frecuentando siempre su casa Griegos y
literatos, y recibiendo dones de ella todos los reyes, y enviándoselos
recíprocamente. Escuchábasela con gusto cuando a los concurrentes les explicaba
la conducta y tenor de vida de su padre Escipión Africano, y se hacía admirar
cuando sin llanto y sin lágrimas hablaba de sus hijos, y refería sus
desventuras y sus hazañas, como si tratara de personas de otros tiempos, a los
que le preguntaban. Por lo cual algunos creyeron que había perdido el juicio
por la vejez o por la grandeza de sus males, y héchose insensata con tantas
desgracias; siendo ellos los verdaderamente insensatos, por no advertir cuánto
conduce para no dejarse vencer del dolor, sobre el buen carácter, el haber
nacido y educádose convenientemente, y que si la fortuna mientras dura, hace
muchas veces degenerar la virtud, en la caída no le quita el llevar los males
con una resignación digna de elogio.
Comparación
de Agis y Cleomenes y Tiberio y Gayo Graco de Plutarco
I. Habiendo dado
fin a la narración, nos resta sacar consecuencias de la contraposición de estas
vidas. En cuanto a los Gracos, ni aun los que peor hablaron de ellos y se
mostraron sus mayores enemigos se atrevieron a decir que no hubiesen nacido con
la mejor índole para la virtud entre todos los Romanos, y que no se les hubiese
dado una crianza y educación correspondiente. La índole de Agis y Cleómenes
parece que era todavía más robusta y esforzada que la de aquellos, puesto que
no habiendo recibido una esmerada educación, y habiéndose criado en unos
hábitos y costumbres que largo tiempo antes habían viciado a los que les
precedieran, ellos, sin embargo, se constituyeron en caudillos de sencillez y frugalidad.
Mas: aquellos, cuando Roma estaba en el mayor esplendor de su dignidad, y era
en ella grande la estimulación a las ilustres hazañas, se hubieran avergonzado
de no admitir esta especie de sucesión de virtud patria y hereditaria, mientras
que éstos, que habían nacido de padres avezados a lo contrario, y que
encontraron su patria estragada y enferma, no por esto entorpecieron ni en lo
más mínimo su inclinación a la virtud. En punto a desprendimiento y a
integridad, es ciertamente grande en los Gracos el que en sus magistraturas y
gobiernos se hubiesen conservado puros de adquisiciones injustas; pero Agis se
hubiera dado por ofendido de que redujeran su alabanza a no haber tomado nada
de lo ajeno, cuando había dado a los ciudadanos su propia hacienda, que sin
contar las demás especies de riqueza, sólo en dinero montaba seiscientos
talentos. ¡Hasta qué punto tendría por malo el adquirir por medios ilícitos
quien graduaba de codicia el tener más que otro!
II. En la decisión
y atrevimiento para las innovaciones hubo grandísima diferencia: porque las
medidas de gobierno de uno fueron construir caminos y fundar ciudades; y lo que
pidió más arrojo en Tiberio fue el haber salvado los campos públicos, y en Gayo
el haber alterado la forma de los juicios con aquellos trescientos del orden
ecuestre que agregó a los senadores; pero la reforma de Agis y Cleómenes, para
quienes el ir remediando y reparando los desórdenes por partes y poco a poco no
era mas que cortar la cabeza de la hidra, según la sentencia de Platón, indujo
en la administración de la república una mudanza capaz de hacer desaparecer de
una vez todos los males, aunque quizá se dirá con más verdad que destruyendo
una mudanza que había sido la causa de todos los males redujo y restituyó la
república a su propia y primitiva forma. Podría también decirse que las
novedades de los Gracos encontraron repugnancia en los Romanos de mayor
autoridad y poder, mientras las intentadas por Agis y llevadas a efecto por
Cleómenes tenían por fundamento el ejemplo más recomendable y más insigne en
las retras o leyes patrias sobre la sobriedad y la igualdad, aprobadas una por
Licurgo y otras por Apolo; pero lo de mayor consideración es que Roma, con las
disposiciones de aquellos nada adelantó en su grandeza sobre lo que ya tenía,
siendo así que con las novedades introducidas por Cleómenes vio la Grecia al
cabo de poco tiempo que Esparta dominó en el Peloponeso, y lidió con los que
tenían entonces el mayor poder el más glorioso de todos los combates, que es el
que se sostiene por la superioridad; cuyo fin era que, libre la Grecia de las
armas de los Ilirios y Etolios, fuera otra vez regida por los Heraclidas.
III. Parece asimismo
que el modo de terminar la vida de unos y otros constituye otra diferencia en
su virtud: porque aquellos, combatiendo con sus ciudadanos, y huyendo después,
así es como perecieron; y de éstos, Agis por no causar la muerte de ninguno de
los suyos, casi puede decirse que murió víctima voluntaria; y Cleómenes,
viéndose maltratado e injuriado, intentó vengarse; pero habiéndole sido la
suerte contraria, con la más loable resolución se quitó la vida. Examinando
todavía las contraposiciones y diferencias, Agis en el orden militar no ejecutó
hazaña ninguna, porque se lo impidió su temprana muerte; pero con las victorias
de Cleómenes, que fueron muchas y gloriosas, pueden compararse la toma de las
murallas en Cartago por Tiberio, que no dejó de ser acción insigne, y su
tratado de Numancia, por el que salvó a veinte mil soldados romanos, que no
tenían otro medio de salud. Gayo dio también, militando allí y en Cerdeña,
grandes muestras de valor, de manera que habrían podido compararse con los
primeros generales romanos, si no hubieran sido arrebatados por una anticipada muerte.
IV.
En las cosas de gobierno Agis obró con flojedad,
porque se dejó engañar de Agesilao, faltó a los ciudadanos en la promesa del
repartimiento de las tierras, y, finalmente, se quedó corto no llevando a cabo
la obra que había anunciado y que dio principio, por una irresolución
disculpable en su edad. Cleómenes, por el contrario, emprendió con demasiada
temeridad y violencia la mudanza del gobierno, dando muerte injusta a los
Éforos, cuando podía haberlos reducido por las armas, o le era fácil
desterrarlos, como fueron desterrados otros muchos de la ciudad. Porque el
recurrir al hierro fuera de la última necesidad, no es ni de médicos ni de
políticos, sino falta en unos y otros de destreza, y aun en éstos, además de
injusticia, indica crueldad. Por lo que hace a los Gracos, ninguno de los dos
dio principio a la matanza civil; y aun se dice de Gayo que ni después de
haberse tirado dardos quiso defenderse; sino que, con ser de los más arriscados
para los combates, permaneció inmoble en aquella sedición. Así es que salió de
casa desarmado, y se retiró de los que combatían, viéndose claramente que puso
más cuidado en no hacer mal ninguno que en no padecerle; por lo cual la fuga de
ambos más bien se ha de tener por señal de prudencia que de cobardía, porque
era preciso ceder a los que acometían o, para no padecer, usar de los medios de defensa.
V. En Tiberio, el
mayor yerro fue haber privado al colega del tribunado de la plebe y haber
pedido después para sí el segundo. A Gayo se le atribuyó, tan falsa como
injustamente, la muerte de Antilio, porque le mataron contra su voluntad y
mostrando de ello gran pesar. Mas Cleómenes, aunque dejemos aparte las muertes
de los Éforos, dio libertad a todos los esclavos, y reinó en la realidad solo,
aunque en el nombre con otro, habiendo tomado por colega a su hermano Euclidas,
y siendo ambos por tanto de una sola casa; y a Arquidamo, que era de la otra el
que debía reinar, lo invitó a que volviera de Mesena; y muerto violentamente,
como no persiguiese este delito, confirmó la sospecha que contra él se levantó.
Pues en verdad que Licurgo, a quien afectaba imitar, voluntariamente cedió el
reino a Carilao, hijo de su hermano, y temiendo que si por otra causa venía a
morir aquel niño se pensara en culparle, peregrinó largo tiempo fuera sin
querer volver, hasta que Carilao tuvo un hijo que le sucediera en el reino; mas
a Licurgo ya se sabe que aun de los Griegos no puede comparársele ninguno. Por
descontado, está demostrado que en los hechos del gobierno de Cleómenes las
innovaciones e injusticias fueron mayores; los que reprenden las costumbres de
unos y otros culpan desde luego a éste de tiránico y demasiado guerrero, y en
los otros, aun los que más envidiosos se muestran, no censuran otra cosa que un
exceso de ambición, viniendo a confesar que, arrojados fuera de su natural al
encono y a la contienda con los que se les oponían, fueron como de un huracán
impelidos a los extremos en sus medidas de gobierno. Porque ¿qué cosa más
loable ni más justa que su primer propósito, si los ricos no se hubieran
empeñado, usando de violencia y de todo su poder, en desechar la ley propuesta, poniendo con esto a
ambos en la precisión de combatir, al uno por considerarse en riesgo y al otro
por vengar a su hermano, muerto sin causa y sin declaración precedente? De lo
dicho colegirás tú por ti mismo la diferencia; pero si a pesar de esto es
necesario pronunciar acerca de cada uno, tengo por cierto que Tiberio se
aventajó a todos en virtud, que el que menos yerros cometió fue el joven Agis y
que en osadía y arrojo Gayo fue muy inferior a Cleómenes.
[1] El historiador Plutarco
de Queronea, nació en Grecia, y obtuvo la ciudadanía
romana, como Lucio Mestrio Plutarco. Fue un historiador, biógrafo y
filósofo moralista; nació en 046 dC y murió en 120 dC. Tomado de https://www.biblioteca.org.ar/libros/156693.pdf
Las “Vidas Paralelas” son 50 biografías escritas por Plutarco,
escritas en par. Cada par incluye la oposición de un personaje griego y otro
romano.