SHERLOCK HOLMES
Arthur Conan Doyle
Bases Filosóficas, Legales y Organizativas del
Sistema Educativo Mexicano
Escuela Normal Superior de México (ENSM)
José Cardoza
»Recuerde, Melas, que si habla con alguien de esto, aunque sea con una sola persona, ¡que Dios tenga piedad de su alma!»
Wilson Kemp
A lo largo de mi prolongada e íntima amistad con el
señor Sherlock Holmes, nunca le había oído hablar de su parentela, y apenas de
su pasado. Esta reticencia por su parte había incrementado el efecto un tanto
inhumano que producía en mí, hasta el punto de que a veces me sorprendía
mirándolo como un fenómeno aislado, un cerebro sin corazón, tan deficiente en
afecto humano como más que eminente en inteligencia. Su aversión a las mujeres
y su nula inclinación a contraer nuevas amistades, eran las dos notas típicas
de un carácter nada emocional, pero no más que su total supresión de toda
referencia a su propia familia. Yo había llegado a creer que era un huérfano
sin parientes vivos, pero un día, con gran sorpresa por mi parte, empezó a hábleme
de su hermano. Fue después de tomar el té una tarde de verano, y la
conversación, que había errado de forma inconexa y espasmódica desde los palos
de golf hasta las causas del cambio en la oblicuidad de la elíptica, desembocó
finalmente en la cuestión del atavismo y las aptitudes hereditarias. El tema
sometido a discusión era el de hasta qué punto cualquier don singular en un
individuo se debía a su linaje y hasta cuál a su propio y temprano aprendizaje.
-En su caso -dije-, por todo lo que me ha dicho
parece obvio que su facultad de observación y su peculiar facilidad para la
deducción se deben a su adiestramiento sistemático.
-Hasta cierto punto -me contestó pensativo-. Mis
antepasados eran terratenientes rurales que al parecer llevaron más o menos la
misma vida, como es natural en su clase. Sin embargo, mi tendencia en este
sentido está en mis venas y tal vez proceda de mi abuela, que era la hermana de
Vernet, el famoso artista francés. El arte en la sangre adopta las formas más
extrañas.
-Pero ¿cómo sabe que es hereditario?
-Porque mi hermano Mycroft lo posee en un grado más
alto que yo.
Desde luego, esto era totalmente nuevo para mí. Si
había en Inglaterra otro hombre con tan singulares poderes, ¿cómo se explicaba
que ni la policía ni el público hubieran oído hablar de él? Hice esta pregunta,
con un comentario acerca de que sería la modestia de mi amigo lo que le hacía
reconocer como superior a su hermano.
Holmes se echó a reír al oír esta sugerencia.
-Mi querido Watson -dijo-, no puedo estar de
acuerdo con aquellos que sitúan la modestia entre las virtudes. Para el lógico,
todas las cosas deberían ser vistas exactamente como son, y subestimarse es
algo tan alejado de la verdad como exagerar las propias facultades. Por
consiguiente, cuando digo que Mycroft posee unos poderes de observación mejores
que los míos, puede tener la seguridad de que estoy diciendo la verdad exacta y
literal.
-¿Es más joven que usted?
-Es siete años mayor que yo.
-¿Y cómo se explica que no se le conozca?
-Oh, en su círculo es muy bien conocido.
-¿Dónde, pues?
-En el Diógenes Club, por ejemplo.
Nunca había oído hablar de esta institución, y mi
cara así debió proclamarlo, pues Sherlock Holmes sacó su reloj.
-El Diógenes Club es el club más peculiar de
Londres, y Mycroft uno de sus socios más peculiares. Siempre se le encuentra
allí desde las cinco menos cuarto a las ocho menos veinte. Ahora son las seis,
de modo que, si le apetece dar un paseo en esta hermosa tarde, será para mí una
verdadera satisfacción presentarle dos curiosidades.
Cinco minutos después nos encontrábamos en la
calle, camino de Regent Circus.
-Se preguntará usted -dijo mi compañero- cómo es
que Mycroft no utiliza sus facultades para una labor detectivesca. Es incapaz
de ello.
-Pero yo creía que había dicho...
-He dicho que es superior a mí en observación y
deducción. Si el arte del detective comenzara y terminara en el razonamiento
desde una butaca, mi hermano sería el mayor criminólogo que jamás haya
existido. Pero no tiene ambición ni energía. Ni siquiera se desvía de su camino
para verificar sus soluciones, y preferiría que se le considerase equivocado
antes que tomarse la molestia de probar que estaba en lo cierto. Repetidas
veces le he presentado un problema y he recibido una explicación que después ha
demostrado ser la correcta. Y sin embargo, es totalmente incapaz de elaborar
los puntos prácticos que deben dilucidarse antes de poder presentar un caso
ante un juez o un jurado.
-¿No es su profesión, pues?
-En modo alguno. Lo que para mí es un medio que me
permite ganarme la vida, es para él la simple afición de un dilettante. Tiene
una facilidad extraordinaria para los números y revisa los libros en algunos
departamentos gubernamentales. Mycroft se aloja en Pall Mall, y dobla la
esquina, en dirección a Whitehall, cada mañana y regresa cada tarde. A lo largo
de todo el año no hace más ejercicio que éste, y no se le ve en ninguna otra
parte, excepto tan sólo en el Diogenes Club, situado exactamente enfrente de su
alojamiento.
-No puedo recordar este nombre.
-Y es muy lógico. Ya sabe que hay en Londres muchos
hombres que, unos por timidez y otros por misantropía, no desean la compañía
del prójimo, y no obstante se sienten atraídos por unas butacas confortables y
por los periódicos del día. Precisamente para conveniencia de éstos se creó el Diogenes
Club, que ahora da albergue a los hombres más insociables y menos amantes de
clubs de toda la ciudad. A ningún miembro se le permite dar la menor señal de
percepción de la presencia de cualquier otro. Excepto en el Salón de
Forasteros, no se permite hablar en ninguna circunstancia, y tres faltas en
este sentido, si llegan a oídos del comité, exponen al hablador a la pena de
expulsión. Mi hermano fue uno de los fundadores, y yo mismo he encontrado allí
una atmósfera muy relajante. Habíamos llegado a Pall Mall mientras hablábamos,
y descendíamos por él desde el extremo de St. James. Sherlock Holmes se detuvo
ante una puerta, a poca distancia del Carlton, y, advirtiéndome que no hablase,
me precedió a través del vestíbulo. Reflejada en los espejos, capté una visión
de una sala amplia y lujosa, en la que un número considerable de hombres
sentados leían periódicos, cada uno en su rincón. Holmes me hizo pasar a una
pequeña habitación que daba al Pall Mall y, tras dejarme solo un minuto, volvió
con un acompañante que sólo podía tratarse de su hermano.
Mycroft Holmes era un hombre mucho más grueso y
macizo que Sherlock. Su figura era la de una persona realmente corpulenta, pero
su cara, aunque ancha, había conservado algo de la agudeza de expresión que tan
notable era en la de su hermano. Sus ojos, que eran de un gris acuoso
peculiarmente claro, parecían mantener en todo momento aquella mirada remota e
introspectiva que sólo había observado en Sherlock cuando ejercía plenamente
sus facultades.
-Encantado de conocerle, caballero -dijo,
alargándome una mano ancha y carnosa, como la aleta de una foca-. He oído
hablar de Sherlock por doquier, desde que usted es su cronista. A propósito,
Sherlock, esperaba verte la semana pasada para consultarme respecto a aquel caso
de Manor House. Pensé que tal vez te sintieras un poco desorientado con él.
-No, lo resolví -contestó mi amigo, sonriendo.
-Fue Adams, claro.
-Sí, fue Adams.
-Tuve esta seguridad desde el primer momento.
-Los dos hombres se sentaron junto a la ventana mirador
del club-. Este es el lugar adecuado para todo aquél que quiera estudiar la
humanidad -dijo Mycroft-. ¡Mira qué tipos tan magníficos! Fíjate, por ejemplo,
en esos dos hombres que vienen hacia nosotros.
-¿El jugador de billar y el otro?
-Precisamente. ¿Qué sacas en limpio del otro?
Los dos hombres se habían detenido frente a la
ventana. Unas marcas de yeso sobre el bolsillo del chaleco eran las únicas
señales de billar que pude ver en uno de ellos. El otro era un individuo bajo y
muy moreno, con el sombrero echado hacia atrás y varios paquetes bajo el brazo.
-Un militar veterano, por lo que veo -dijo
Sherlock.
-Y licenciado hace muy poco tiempo -observó su
hermano-. Con graduación de suboficial.
-Artillería Real, diría yo -señaló Sherlock.
-Y viudo.
-Pero con un crío de poca edad.
-Críos, muchacho, críos.
-Vamos -exclamé yo, riéndome-, creo que esto ya es
demasiado.
-Seguramente -repuso Holmes- no sea tan dificil
decir que un hombre con este porte, una expresión de autoridad y una piel
tostada por el sol es un militar, algo más que soldado raso y que ha llegado de
la India no hace mucho tiempo.
-Que ha dejado el servicio hace poco lo demuestra
el hecho de que todavía lleve sus «botas de munición», como suelen llamarlas
-observó Mycroft.
-No tiene el paso inseguro del soldado de
caballería y, sin embargo, llevaba su gorra inclinada a un lado, como lo
demuestra la piel más clara en ese lado de la frente. Su peso no es el propio
del soldado de ingenieros. Ha servido en artillería.
-Y, desde luego, su luto riguroso muestra que ha
perdido a un ser muy querido. El hecho de que haga él mismo sus compras da a
entender que se trató de su esposa. Observa que ha estado comprando cosas para
los chiquillos. Lleva un sonajero, lo que indica que uno de ellos es muy pequeño.
Probablemente su mujer muriera al dar a luz. Y el hecho de que lleve bajo el
brazo un cuaderno para pintar denota que hay otro pequeño en el que ha de
pensar.
Empecé a comprender lo que quería decir mi amigo al
asegurar que su hermano poseía unas facultades todavía más notables que las
suyas. Me miró de soslayo y sonrió. Mycroft tomó un poco de rapé de una cajita
de concha y sacudió el polvillo caído en su chaqueta, con ayuda de un gran
pañuelo de seda roja.
-A propósito, Sherlock -dijo-, han sometido a mi
juicio algo que a ti ha de encantarte. Un problema de lo más singular. En
realidad, no reuní suficientes energías para seguirlo, salvo de manera muy
incompleta, pero me facilitó una base para varias especulaciones sumamente
agradables. Si te apetece oír los hechos...
-Mi querido Mycroft, me encantará.
Su hermano escribió unas líneas en una página de su
libreta de notas, pulsó el timbre y entregó el papel al camarero.
-He pedido al señor Melas que venga a vernos
-explicó-. Vive en el piso sobre el mío y, como nos tratamos superficialmente,
ello le movió a acudir a mí a causa de su perplejidad. El señor Melas es de
origen griego, según tengo entendido, y es un notable lingüista. Se gana la
vida en parte como intérprete en los tribunales de justicia y en parte haciendo
de guía para los orientales ricos que frecuentan los hoteles de Northumberland
Avenue. Voy a dejar que él mismo nos narre a su manera su curiosísima
experiencia.
Unos minutos más tarde se reunió con nosotros un
hombre bajo y robusto, cuyo semblante de tez olivácea y sus negrísimos cabellos
proclamaban su origen meridional, aunque su dicción era la de un inglés
educado. Estrechó calurosamente la mano de Sherlock Holmes, y sus ojos oscuros
brillaron de satisfacción cuando comprendió que el especialista ansiaba oír su
historia.
-No confío en que la policía me crea... palabra que
no -dijo con una voz plañidera-.
Consideran que una cosa así no es posible, sólo
porque nunca han oído hablar de ello. Pero yo sé que jamás volveré a estar
tranquilo hasta saber qué fue de aquel pobre hombre con el esparadrapo en la
cara.
-Tiene usted toda mi atención -le aseguró Holmes.
-Ahora es el miércoles por la tarde -empezó Melas-.
Pues bien, fue el lunes por la noche,
hace tan sólo dos días, cuando ocurrió todo esto.
Yo soy intérprete, como tal vez le haya explicado mi vecino, aquí presente.
Traduzco todos los idiomas, o casi todos. Pero, puesto que soy griego de
nacimiento y llevo un nombre griego, mi principal relación es con esta lengua.
Durante varios años he sido el primer intérprete griego en Londres, y mi nombre
es de sobras conocido en los hoteles. »Ocurre, y con cierta frecuencia, que
acuden a mí, a horas intempestivas, extranjeros que se encuentran en alguna
dificultad, o viajeros que llegan tarde y necesitan mis servicios. No me
sorprendió por tanto, el lunes por la noche, que un tal señor Latimer, un joven
vestido a la última moda, subiera a mis habitaciones y me pidiera que le
acompañase en un cab que estaba esperando ante la puerta. Un amigo griego había
ido a visitarle por cuestiones de negocio, explicó, y, puesto que ambos sólo
sabían hablar su propio idioma, se hacían indispensables los servicios de un
intérprete. Me dio a entender que su casa no quedaba muy lejos, en Kensington,
y dio la impresión de tener mucha prisa, ya que me hizo subir rápidamente al
cab apenas hubimos bajado a la calle.
»Digo en el cab, pero pronto empecé a pensar que me
encontraba en un carruaje de mucha más categoría. Sin duda, era mucho más
espacioso que los ordinarios coches de cuatro ruedas que tanto afean Londres, y
sus adornos, aunque ajados, eran de muy buena calidad. El señor Latimer se
sentó frente a mí y, cruzando Charing Cross, remontamos Shaftesbury Avenue.
Habíamos desembocado en Oxford Street y yo aventuraba una observación en el
sentido de que describíamos un rodeo para ir a Kensington, cuando interrumpí
mis palabras al observar la extraordinaria conducta de mi acompañante.
»Sacó de su bolsillo una porra de aspecto
formidable, rellena de plomo, y empezó a moverla adelante y atrás varias veces,
como para probar su peso y resistencia. Después, sin pronunciar palabra, la
puso en el asiento a su lado. Hecho esto, subió los cristales de las
ventanillas en cada lado y, con gran sorpresa mía, descubrí que estaban
cubiertos con papel para impedir que yo viese a través de ellos.
»-Siento privarle de la vista, señor Melas -me
dijo-. Lo cierto es que no tengo la menor intención de que vea el lugar que
será nuestro destino. Pudiera ser inconveniente para mí que usted pudiera
encontrar de nuevo el camino hacia el mismo.
»Como puede imaginar, semejante explicación me dejó
estupefacto. Mi acompañante era un hombre joven y fornido, de anchos hombros,
y, aparte de su arma, en un forcejeo con él yo no hubiera tenido ni la menor
posibilidad.
»-Su conducta es de lo más extraordinario, señor
Latimer -tartamudeé-. Debe saber que lo que está haciendo es totalmente ilegal.
»-Me tomo una cierta libertad, desde luego
-repuso-, pero se lo compensaremos. Sin embargo, debo advertirle, señor Melas,
que si en cualquier momento de esta noche intenta dar la alarma o hacer algo
que vaya en contra de nuestros intereses, descubrirá que incurre en un error
muy grave. Debe recordar que nadie sabe dónde se encuentra usted, y que, tanto
si está en este coche como en mi casa, se halla igualmente en mi poder.
»Hablaba con calma, pero había en sus palabras un
tono irritante que resultaba muy amenazador. Guardé silencio, preguntándome
cuál podía ser la razón para secuestrarme de un modo tan extraordinario. Y
cualquiera que fuese, quedaba bien claro que de nada podía servir mi
resistencia y que sólo me cabía esperar para ver qué sucedía.
»Durante dos horas viajamos sin que yo tuviera el
menor indicio del lugar al que nos dirigíamos. A veces, el traqueteo sobre
piedras hablaba de un camino pavimentado, y, en otras, nuestra marcha
silenciosa y suave sugería asfalto; pero salvo esta variación en el sonido no
había absolutamente nada que ni de la manera más remota pudiera ayudarme a
barruntar dónde nos encontrábamos. El papel en cada ventana era impenetrable
para la luz, y se había corrido una cortina azul ante los cristales de la parte
delantera.
»Eran las siete y cuarto cuando salimos de Pall
Mall; mi reloj me indicó que faltaban diez minutos para las nueve cuando por
fin nos detuvimos. Mi acompañante bajó la ventana y capté una breve visión de
un portal bajo y arqueado, con una lámpara encendida encima. Mientras se me
ordenaba bajar del carruaje, se abrió la puerta de golpe y me encontré en el
interior de la casa, con una vaga impresión, obtenida al entrar, de césped y
árboles a cada lado. Sin embargo, si se trataba de un terreno privado o bien
rural ya es más de lo que pueda aventurarme a decir.
»Dentro alumbraba una lámpara de gas de pantalla
coloreada, con una llama tan baja que poca cosa pude ver, excepto que el
vestíbulo era más bien amplio y en sus paredes colgaban varios cuadros. Bajo
aquella luz mortecina pude ver que la persona que había abierto la puerta era
un hombrecillo de aspecto corriente, de mediana edad y hombros caídos. Al
volverse hacia nosotros, el destello de la luz me hizo ver que llevaba gafas.
»-¿Es el señor Melas, Harold? -preguntó.
»-Sí.
»-¡Buen trabajo! ¡Buen trabajo! Espero que no nos
guarde rencor, señor Melas, pero no podíamos pasarnos sin usted. Si juega
limpio con nosotros, no lo lamentará, pero si intenta alguna jugarreta... ¡que Dios
le proteja!
»Hablaba de una manera nerviosa, como a sacudidas,
e intercalando pequeñas risitas entre sus frases, pero, no sé por qué, me
inspiró más temor que el otro.
»-¿Qué quieren de mí? -pregunté.
»-Tan sólo hacerle unas cuantas preguntas a un señor
griego que nos está visitando, y comunicarnos sus respuestas. Pero no diga más
de lo que se le indique que ha de decir (de nuevo la risita nerviosa), o mejor
sería que no hubiera usted nacido.
»Mientras hablaba, abrió una puerta y nos precedió
en una habitación que parecía estar muy ricamente amueblada; pero una vez más
la única luz la proporcionaba una sola lámpara con su llama muy reducida. La
sala era sin duda grande y la manera de hundirse mis pies en la alfombra al
atravesarla me indicó su lujo. Capté la presencia de sillas tapizadas en
terciopelo, de una alta repisa de chimenea en mármol blanco y de lo que parecía
ser una armadura japonesa a un lado de la misma. Había un sillón precisamente
bajo la lámpara; el hombre de más edad me indicó por gestos que debía sentarme
en él.
»El más joven nos había dejado, pero de repente
regresó por otra puerta, acompañando a un hombre vestido con una especie de
amplia bata que avanzó lentamente hacia nosotros. Al entrar en el círculo de
débil luz que me permitió verle con mayor claridad, me horrorizó su apariencia.
Mostraba una palidez mortal y estaba terriblemente enflaquecido, con los ojos
salientes y brillantes del hombre cuyo ánimo es mayor que su fuerza. Pero lo
que todavía me impresionó más que cualquier signo de debilidad fisica fue el
hecho de que su cara estuviera grotescamente cruzada por tiras de esparadrapo,
y que una de ellas, mucho más grande que las demás, le tapara la boca.
»-¿Tienes la pizarra, Harold? -exclamó el más
viejo, al desplomarse aquel extraño ser en una silla, más bien que sentarse en
ella-. ¿Tiene las manos sueltas? Pues dale la tiza. Usted ha de hacer las
preguntas, señor Melas, y él escribirá las respuestas. Pregúntele en primer
lugar si está dispuesto a firmar los papeles.
»Los ojos del hombre de la cara cruzada por tiras
de esparadrapo echaron chispas.
»Nunca, escribió en griego sobre la pizarra aquella
piltrafa humana.
»-¿Bajo ninguna condición? -pregunté a petición de
nuestro tirano.
»Sólo si la veo casada en mi presencia por un sacerdote
griego al que yo conozca.
»El hombre soltó su maligna risita.
»-¿Sabe lo que le espera, pues?
»No me importa lo que pueda ocurrirme a mí. »
Estos son ejemplos de las preguntas y
contestaciones que constituyeron nuestra extraña conversación, medio hablada y
medio escrita. Una y otra vez tuve que preguntarle si cedería y firmaría el
documento. Y una y otra vez obtuve la misma réplica indignada. Pero pronto se
me ocurrió una feliz idea. Empecé a añadir breves frases de mi cosecha a cada
pregunta, inocentes al principio, para comprobar si alguna de los dos hombres
entendía algo, y después, al constatar que no daban señales de ello, puse en
práctica un juego más peligroso. Nuestra conversación transcurrió más o menos
como sigue:
»-De
nada puede servirle esta obstinación. (¿Quién es usted?)
»Tanto me da. (Soy forastero en Londres.)
»-Será responsable de lo que ocurra. (¿Cuánto
tiempo lleva aquí?)
»Pues que así sea. (Tres semanas.)
»-La propiedad nunca puede ser suya. (¿Qué le han
hecho?)
»No caerá en manos de unos miserables. (Me están
matando de hambre.)
»-Si firma quedará en libertad. (¿Qué es este
lugar?)
»Jamás firmaré. (No lo sé.)
»-A ella no le está haciendo ningún favor. (¿Cómo
se llama usted?)
»Quiero oírlo de labios de ella. (Kratides.)
»-La verá si firma. (¿De dónde es usted?)
»Entonces no la veré nunca. (De Atenas.)
»Cinco minutos más, señor Holmes, y hubiera
averiguado toda la historia ante las narices de aquellos hombres. Mi siguiente
pregunta quizás habría aclarado la cuestión, pero en aquel instante se abrió la
puerta y entró una mujer en la habitación. No pude verla con suficiente
claridad para saber algo más, aparte de que era alta y esbelta, con cabellos
negros, y que llevaba una especie de túnica blanca y holgada.
»-¡Harold! -exclamó, hablando en un inglés con
acento-. No he podido quedarme allí por más tiempo. Está aquello tan solitario,
con sólo... ¡Oh, Dios mío, pero si es Paul!
»Estas últimas palabras las dijo en griego y en el
mismo instante el hombre, con un esfuerzo convulsivo, se arrancó el esparadrapo
de los labios y, gritando «¡Sophy! ¡Sophy!», se precipitó hacia los brazos de
la mujer. Sin embargo, su abrazo sólo duró un momento, porque el hombre más
joven hizo presa en la mujer y la obligó a salir de la habitación, mientras el de
más edad dominaba fácilmente a su debilitada víctima y lo arrastraba fuera, a
través de la otra puerta. Por unos segundos me quedé solo en el cuarto; me
levanté súbitamente con la vaga idea de que tal vez pudiera obtener de algún
modo una pista que indicara en qué casa me encontraba. Afortunadamente, sin
embargo, no hice nada, pues cuando alcé la vista, descubrí que el hombre de más
edad se encontraba de pie en el umbral de la puerta, con los ojos clavados en
mí.
»-Esto es todo, señor Melas -me dijo-. Ya ve que le
hemos otorgado nuestra confianza en un asunto de un carácter muy privado. No le
hubiéramos molestado, pero un amigo nuestro que habla griego y que inició estas
negociaciones se ha visto obligado a regresar a Oriente. Nos era del todo
necesario encontrar a alguien que ocupara su lugar, y tuvimos la suerte de oír
hablar de sus facultades.
»Me incliné.
»-Aquí hay cinco soberanos -me dijo, acercándose a
mí-, que espero constituyan unos honorarios suficientes. Pero recuerde -añadió,
dándome unos golpecitos en el pecho y dejando escapar su risita- que si habla
con alguien de esto, aunque sea con una sola persona, ¡que Dios tenga piedad de
su alma!
»No puedo expresar la repugnancia y horror que me
inspiraba aquel hombre de aspecto insignificante. Ahora podía verle mejor, pues
la luz de la lámpara brillaba sobre él. Sus facciones eran blandas y
amarillentas, y su barba, corta y puntiaguda, era más bien rala y mal cuidada.
Al hablar, adelantaba el rostro, y sus labios y párpados se estremecían
continuamente, como en el hombre que padece el mal de san Vito. No pude menos
que pensar que su extraña y pegajosa risita era también un síntoma de alguna
enfermedad nerviosa. Lo terrorífico de su cara radicaba sin embargo en sus
ojos, de un gris acerado y que brillaban fríamente, con una maligna e
inexplicable crueldad en lo más hondo de ellos.
»-Si habla de esto, nosotros lo sabremos -dijo-.
Poseemos medios propios de información. Ahora le espera el coche; mi amigo el
señor Latimer cuidará de acompañarle.
»Atravesé con rapidez el vestíbulo y subí de nuevo
al vehículo, obteniendo otra vez aquella visión momentánea de unos árboles y un
jardín. El señor Latimer, que me seguía pisándome los talones, ocupó el asiento
opuesto al mío sin decir palabra. En silencio, cubrimos nuevamente una
distancia interminable, con las ventanas cerradas, hasta que por fin, poco
después de la medianoche, se detuvo el carruaje.
»-Bajará aquí, señor Melas -dijo mi acompañante-.
Siento dejarle tan lejos de su casa, pero no hay otra alternativa. Cualquier
intento por su parte de seguir al coche, terminaría mal para usted.
»Abrió la puerta mientras hablaba y, apenas tuve
tiempo para apearme, cuando el cochero salió un latigazo al caballo y el
carruaje se alejó. Miré a mi alrededor lleno de asombro. Me encontraba en una
especie de campo cubierto de brezos, moteado aquí y allá por oscuros matorrales
de aulaga. A los lejos, se extendía una hilera de casas con alguna que otra luz
en las ventanas superiores. Al otro lado vi las lámparas rojas de señalización
de un ferrocarril.
»El carruaje que me había conducido hasta allí ya
se había perdido de vista. Seguí mirando a mi alrededor y preguntándome dónde
podía estar, cuando vi que alguien se acercaba a mí en la oscuridad. Al cruzarse
conmigo, observé que era un mozo de estación.
»-¿Puede decirme qué lugar es éste? -pregunté.
»-Wandsworth Common -me contestó.
»-¿Puedo tomar un tren que me lleve a la ciudad?
»-Si camina cosa de una milla, hasta Clapham
Junction -me sugirió-, llegará justo a tiempo para tomar el último tren con
destino a la estación Victoria.
»Y éste fue el final de mi aventura, señor Holmes.
No sé dónde estuve ni con quién hablé, ni nada más aparte de todo lo que le he
contado. Pero sí sé que ocurre allí un feo asunto, y quiero auxiliar a aquel
desdichado, si me es posible. A la mañana siguiente relaté toda la historia al
señor Mycroft Holmes y posteriormente a la policía.
Seguimos todos sentados y en silencio durante un
buen rato, después de escuchar tan extraordinaria narración. Finalmente,
Sherlock miró a su hermano.
-¿Alguna medida? -le preguntó.
Mycroft tomó el Daily News que había sobre una mesa
lateral.
-«Todo el que facilite alguna información sobre el
paradero de un caballero griego llamado Paul Kratides, de Atenas -leyó-, que no
habla inglés, será recompensado. Una recompensa similar se entregará a quien dé
información sobre una señora griega cuyo nombre de pila es Sophy. X 2473.» Esto
apareció en todos los diarios. Ninguna respuesta.
-¿Y la legación
griega?
-He preguntado. No saben nada.
-Un telegrama al jefe de la policía de Atenas,
pues.
-Sherlock posee toda la energía de la familia -dijo
Mycroft, volviéndose hacia mí-. Bien, ocúpate tú del caso, en todos sus
aspectos, y hazme saber si consigues algún resultado.
-Desde luego -contestó mi amigo, abandonando su
silla-. Te lo haré saber, y también al señor Melas. Entretanto, señor Melas, yo
estaría muy alerta en su lugar, pues, como es lógico, a través de estos
anuncios deben saber que usted los ha traicionado.
Al volver juntos a casa, Holmes se detuvo en una
oficina de telégrafos y mandó varios telegramas.
-Ya ve, Watson, que no hemos perdido ni mucho menos
la tarde -observó-. Algunos de mis casos más interesantes me han llegado, como
éste, a través de Mycroft. El problema que acabamos de escuchar, aunque no
pueda admitir más que una explicación, no deja de poseer algunas
características distintivas.
-¿Tiene esperanzas de resolverlo?
-Pues bien, sabiendo todo lo que sabemos, sería muy
raro que no acertáramos a descubrir el resto. Usted mismo debe de haberse
formado alguna teoría que explique los hechos que hemos oído relatar.
-Con cierta vaguedad, sí.
-¿Cuál es su idea, pues?
-A mí me ha parecido evidente que esa joven griega
había sido traída aquí por el joven inglés llamado Harold Latimer.
-¿Traída desde dónde?
-Desde Atenas, quizás.
Sherlock Holmes negó con la cabeza.
-Latimer no sabía ni una palabra de griego y Sophy
hablaba bastante bien el inglés. De lo cual se deduce que ella había pasado
algún tiempo en Inglaterra, pero que él no había estado en Grecia.
-Bien, pues entonces supondremos que ella vino a
Inglaterra de visita y Latimer la persuadió para huir con él.
-Esto es más probable.
-Y entonces, el hermano, pues supongo que ésta debe
ser la relación familiar, viene de Grecia para entrometerse. Imprudentemente,
se pone en manos del joven y su asociado de más edad. Estos lo secuestran y
emplean con él la violencia a fin de hacerle firmar unos documentos que les
entregan la fortuna de la joven, de la que tal vez dispone en fideicomiso. Su
hermano se niega a hacerlo. Para negociar con él, han de conseguir un
intérprete, y eligen a ese señor Melas, tras haber utilizado antes algún otro.
A la chica no se le dice nada de la llegada de su hermano y se entera gracias a
un mero accidente.
-¡Excelente, Watson! -exclamó Holmes-. Pienso de
veras que no anda usted lejos de la verdad. Ya ve que nosotros poseemos todas
las cartas, y sólo hemos de temer algún repentino acto de violencia por parte
de ellos. Si nos dan tiempo, podremos echarles el guante.
-¿Pero cómo podemos averiguar dónde se encuentra
aquella casa?
-Si nuestra conjetura es correcta y el nombre de la
joven es, o era, Sophy Kratides, no deberíamos tener dificultades para
encontrarla. Esta ha de ser nuestra principal esperanza, ya que el hermano,
desde luego, es totalmente forastero. Está claro que ha transcurrido algún
tiempo desde que Harold inició sus relaciones con la muchacha, unas semanas
como mínimo, ya que el hermano tuvo tiempo para enterarse desde Grecia y viajar
hasta aquí. Si durante este tiempo han estado viviendo en el mismo lugar, es
probable que el anuncio de Mycroft reciba alguna respuesta.
Mientras hablábamos, habíamos llegado a nuestra
casa de Baker Street. Holmes subió el primero por la escalera y, al abrir la
puerta de nuestra sala, lanzó una exclamación de sorpresa. Su hermano Mycroft
fumaba sentado en la butaca.
-¡Adelante, Sherlock! ¡Entre caballero! -dijo
amablemente, sonriendo al ver nuestras caras sorprendidas-. ¿Verdad que no
esperabas tanta energía por mi parte, Sherlock? Pero, es que no sé por qué,
este caso me atrae.
-¿Cómo has llegado hasta aquí?
-Les adelanté en un coche de punto.
-¿Se ha producido alguna novedad?
-He recibido una contestación a mi anuncio.
-¡Ah!
-Sí, llegó
unos minutos después de que os marcharais.
-¿Y con qué contenido?
Mycroft Holmes sacó una hoja de papel.
-Aquí está -dijo-, escrita con una plumilla sobre
papel folio color crema, por un hombre de mediana edad y débil constitución.
Dice:
Señor, como respuesta a su anuncio con fecha de
hoy, paso a informarle que conozco muy bien a la joven señora en cuestión. Si
no le es molestia venir a verme, podré darle algunos detalles sobre su penosa
historia. Vive actualmente en Los Mirtos, Beckenham. Atentamente, J. Davenport.
Mycroft Holmes prosiguió:
-Escribe desde Lower Brixton. ¿No crees que
podríamos ir a verlo ahora, Sherlock, y enterarnos de estos detalles.
-Mi querido Mycroft, la vida del hermano es más
valiosa que la historia de la hermana. Creo que deberíamos ir a buscar al
inspector Gregson, de Scotland Yard, y trasladarnos directamente a Beckenham.
Sabemos que a un hombre se le está llevando a la muerte, y cada hora puede
resultar vital.
-Mejor será recoger al señor Melas por el
camino-sugerí-. Tal vez necesitemos un intérprete.
-¡Excelente! -aprobó Sherlock Holmes-. Mande al
botones que vaya a buscar un carruaje y en seguida nos pondremos en marcha.
-Mientras hablaba abrió el cajón de la mesa y observé que se metía el revólver
en el bolsillo-. Sí -dijo, como respuesta a mi mirada-, por lo que hemos oído,
yo diría que nos las habemos con una banda particularmente peligrosa.
Casi oscurecía antes de que nos encontrásemos en
Pal Mali, en las habitaciones de Melas. Un caballero acababa de visitarle y se
había marchado.
-¿Puede decirme adónde? -inquirió Mycroft.
-No lo sé, señor -contestó la mujer que había
abierto la puerta-. Sólo sé que se marchó en un coche con aquel caballero.
-¿Dio algún nombre el caballero?
-No, señor.
-¿Era un hombre joven, moreno, alto y apuesto?
-¡Oh no, señor! Era un señor bajito, con gafas, de
cara flaca, pero muy agradable, pues mientras hablaba no paraba de reírse.
-¡Vamos! -gritó bruscamente Sherlock Holmes-. ¡Esto
se pone serio! - observó mientras nos dirigíamos a Scotland Yard-. Esos hombres
se han apoderado nuevamente de Melas. Es un hombre que carece de valor fisico,
como ellos saben bien después de la experiencia de la noche pasada. Aquel
villano consiguió atemorizarlo apenas lo tuvo en su presencia. Sin duda, desean
sus servicios profesionales, pero, al haberlo utilizado ya, pueden tener la
idea de castigarlo por lo que ellos considerarán como una decidida traición por
su parte.
Nuestra esperanza consistía en que tomando el tren
pudiéramos llegar a Beckenham al mismo tiempo que el carruaje, o antes que él.
Sin embargo, al llegar a Scotland Yard, pasó más de una hora antes de que
pudiéramos disponer del inspector Gregson y cumplimentar las formalidades
legales que habían de permitirnos entrar en la casa. Eran ya las diez menos
cuarto antes de llegar al London Bridge, y las diez y media cuando los cuatro
nos apeábamos en el andén de Beckenham. Un trayecto de media milla en coche nos
llevó hasta Los Mirtos, un caserón grande y oscuro que se alzaba en terreno
propio algo lejos de la carretera. Allí despedimos el coche y avanzamos juntos
a la largo del camino de entrada.
-Todas las ventanas están a oscuras -observó el
inspector-. La casa parece vacía.
-Nuestros pájaros han volado y el nido está
desierto -confirmó Holmes.
-¿Por qué dice esto?
-Durante la última hora ha salido de aquí un
carruaje con abundante carga de equipaje.
El inspector se echó a reír.
-He visto las señales de ruedas a la luz de la
lámpara de la verja, pero ¿de dónde me saca lo del equipaje?
-Usted debe haber observado las mismas huellas de ruedas
en la otra dirección. Pero las del carruaje que salía eran mucho más profundas,
tanto, que cabe afirmar con certeza que el vehículo llevaba una carga muy
considerable.
-Aquí me ha sacado usted una cierta ventaja -dijo
el inspector, encogiéndose de hombros-. No será fácil forzar la puerta, pero lo
intentaremos si no logramos que alguien nos oiga.
Accionó ruidosamente el llamador y tiró del cordón
de la campanilla, aunque sin el menor éxito. Holmes se había alejado, pero
volvió al poco rato.
-He abierto una ventana -anunció.
-Es una suerte que esté usted al lado de la policía
y no contra ella, señor Holmes -señaló el inspector al observar la habilidad
con la que mi amigo había forzado el pestillo-. Bien, yo creo que, dadas las
circunstancias, podemos entrar sin esperar una invitación.
Uno tras otro nos metimos en una gran sala, que
era, evidentemente, la misma en la que se había encontrado el señor Melas. El
inspector había encendido su linterna; gracias a ella pudimos ver las dos
puertas, la cortina, la lámpara y la armadura japonesa que aquél nos había
descrito. En la mesa había dos vasos, una botella de brandy vacía y restos de
comida.
-¿Qué es esto? -preguntó Holmes súbitamente.
Todos nos inmovilizamos, escuchando. Un ruido bajo
y plañidero nos llegaba desde algún punto por encima de nuestras cabezas.
Holmes se precipitó hacia la puerta y salió al recibidor. El inquietante ruido
procedía del piso superior. Subió rápidamente, con el inspector y yo pisándole
los talones, mientras su hermano Mycroft seguía con tanta celeridad como se lo
permitía su corpachón.
En la segunda planta nos hallamos ante tres
puertas, y de la del centro brotaban los siniestros ruidos, que unas veces se
convertían en sordo murmullo y otras se elevaban de nuevo en un agudo gemido. La
puerta estaba cerrada, pero la llave se encontraba en el exterior. Holmes la
abrió y se precipitó hacia el interior, pero en seguida volvió a salir,
llevándose una mano a la garganta.
-Es carbón de leña! -gritó-. ¡Démosle tiempo! ¡Se
despejará!
Mirando hacia dentro, pudimos ver que la única luz
de la habitación procedía de una llama azul y poco brillante que bailoteaba en
un pequeño trípode de bronce colocado en el centro. Proyectaba un círculo
lívido fantasmagórico en el suelo, mientras que en las sombras, más allá,
percibimos el vago bulto de dos figuras agazapadas contra la pared. De aquella
puerta recién abierta salía una horrible y ponzoñosa emanación que nos hizo
jadear y toser a todos. Holmes subió corriendo a lo alto de la escalera y abrió
un portillo para dar entrada a aire puro, y después, volviendo a la habitación,
abrió de par en par la ventana y arrojó al jardín el trípode con el carbón
encendido.
-Dentro de un minuto podremos entrar -jadeó al
salir otra vez-. ¿Dónde habrá una vela? Dudo de que podamos encender una
cerilla en esta atmósfera. Mantén la luz junto a la puerta y nosotros los
sacaremos, Mycroft. ¡Ahora!
Sin perder un instante, agarramos los dos hombres
envenenados y los arrastramos hasta el rellano. Ambos estaban inconscientes,
con los rostros abotargados y congestionados, los labios azulados y los ojos
protuberantes. En realidad, tan deformadas estaban sus facciones que, de no ser
por su barba negra y su figura robusta, no habríamos podido reconocer en uno de
ellos al intérprete de griego que sólo unas pocas horas antes se había
despedido de nosotros en el Diógenes Club. Sus manos y sus pies estaban
sólidamente atados, y mostraba la señal de un golpe violento sobre un ojo. El
otro, inmovilizado de modo similar, era un hombre alto, en el último grado del
enflaquecimiento, con varias tiras de esparadrapo dispuestas de forma grotesca
sobre su rostro. Había cesado de gemir cuando lo depositamos en el suelo, y una
mirada me indicó que, para él, al menos, nuestra ayuda había llegado demasiado
tarde. El señor Melas, en cambio, todavía estaba vivo y, en menos de una hora,
con la ayuda del amoníaco y del brandy, tuve la satisfacción de verle abrir los
ojos y de saber que mi mano le había arrancado del oscuro valle en el que todos
los caminos se encuentran.
Fue una sencilla historia la que nos contó, y sus
palabras no hicieron sino confirmar nuestras propias deducciones. Al entrar en
sus habitaciones, aquel visitante se había sacado de la manga una cachiporra
flexible, y tanto le impresionó el temor a una muerte instantánea e inevitable,
que Melas se dejó secuestrar por segunda vez. De hecho, era casi hipnótico el
efecto que el rufián de las risitas produjo en el infortunado lingüista, pues
éste no podía hablar de él sin mostrar unas manos temblorosas y una gran
palidez en el semblante. Había sido conducido rápidamente a Beckenham, actuando
como intérprete en una segunda entrevista, todavía más dramática que la
primera, en la que los dos ingleses amenazaron a su prisionero con la muerte instantánea
si no accedía a sus exigencias. Finalmente, al comprobar que no se dejaba
doblegar por sus amenazas, lo devolvieron a su prisión y, tras reprocharle su
traición, delatada por el anuncio en los periódicos, lo atontaron, asestándole
un bastonazo. Luego, ya no recordaba nada más hasta vernos a nosotros
inclinados sobre él.
Y
tal fue el caso singular del intérprete griego, cuya explicación todavía sigue
envuelta en algún misterio. Al ponernos en contacto con el caballero que
contestó al anuncio, pudimos averiguar que aquella infortunada joven procedía
de una opulenta familia griega, y que había estado visitando a unos amigos en
Inglaterra. Durante su estancia, conoció a un joven llamado Harold Latimer, que
adquirió gran influencia sobre ella y que finalmente la persuadió para que se
escapara con él. Sus amigos, escandalizados por este hecho, se limitaron a
informar a su hermano en Atenas y, a continuación, se lavaron las manos en este
asunto.
El hermano, al llegar a Inglaterra, cometió la
imprudencia de caer bajo la influencia de Latimer y del asociado de éste, un
hombre llamado Wilson Kemp, que tenía los peores antecedentes. Estos dos, al
descubrir que, a causa de su desconocimiento del idioma, el hermano se hallaba
impotente en su poder, lo mantuvieron cautivo y se esforzaron, a través de la
crueldad y el hambre, en obligarle a Firmar la cesión de sus propiedades y las
de su hermana. Lo tenían prisionero en la casa sin que la joven lo supiera, y
el esparadrapo en su cara tenía como finalidad dificultar su identificación en
el caso de que ella pudiera verlo en algún momento. No obstante, su percepción
femenina vio mediatamente a través del disfraz cuando, en ocasión de la primera
visita del intérprete, se encontró ante su hermano por primera vez. Sin embargo,
la pobre muchacha era también una prisionera, pues nadie más había en la casa,
excepto el hombre que hacía de cochero y su mujer, que eran dos instrumentos de
los conspiradores y asesinos. Al constatar que su secreto había sido
descubierto y que no lograrían imponerse a su prisionero, los dos villanos,
junto con la joven, huyeron pocas horas antes de la casa amueblada que habían
alquilado. Pero primero pensaron en vengarse, tanto del hombre que les había
desafiado como del que los había delatado.
Meses más tarde, nos llegó desde Budapest un
curioso recorte de periódico. Explicaba que dos ingleses que viajaban en
compañía de una mujer habían tenido un trágico final. Al parecer, ambos fueron
apuñalados, y la policía húngara era de la opinión de que se habían peleado los
dos e infligido heridas mortales el uno al otro. Sin embargo, yo sé que Holmes
tiene diferente manera de pensar, y todavía hoy sostiene que, si fuera posible
encontrar a la joven griega, ello tal vez permitiría saber cómo fueron vengadas
las afrentas sufridas por ella y su hermano.
CUESTIONARIO MÍNIMO:
Sherlock
es tal vez el más famoso investigador del mundo, un entusiasta de la química
con un enorme poder de deducción a partir de la observación.
1)
Ponga en práctica su poder para sacar deducciones con 3 personas diferentes.
Describa los resultados.
2)
Plantee un final diferente al del relato.
3)
Trate de deducir las conductas de dos personas diferentes. Describa sus
resultados.
[1]
Serie completa de relatos de Sherlock Holmes: http://blogsherlockholmes.blogspot.mx/2008/06/el-interprete-griego-recuerde-melas-que.html